ATHANATOS

Por José E. Kameniecki (*)

En el desván de mi casa guardo los cofres en donde desde hace años atesoro los recuerdos. Puedo escoger cualquier suceso que he vivido y utilizarlo en la creación de mis sueños. Es más, he logrado descomponerlos en sus elementos esenciales y luego intercalar a voluntad una palabra, un color o una sensación placentera en mi producción onírica para realizar diferentes combinaciones.
Ayer, por ejemplo, quise soñar con el color rosado de las mejillas de Laura y me dejé llevar por mis impulsos; y le añadí otras cualidades hasta transformarme en una media de mujer. Debo confesar que al principio sentí una excitación intensa, pero luego, la obra derivó en un hecho escandaloso. La propietaria de la prenda, que en ese momento era yo, estuvo a punto de colocársela; y me asusté. Desperté sobresaltado, creí haber perdido el control sobre el dispositivo por mí creado, la oniropeya, inspirado por un tratado de la antigua China, temeroso de enfrentarme con mis inclinaciones secretas.
Entonces me dispuse ser azul, un símbolo que no pondría en duda mi hombría, y el cielo, el mar y la poesía me envolvieron. Una vez que obtuve el azul en estado puro, le agregué una variedad de atributos viriles hasta quedar personificado en un verdugo y me acordé de Atanasio, a quien maté sin herirlo, casi sin habérmelo propuesto.
“Todo se reduce a una combinatoria”, me dije; era un intento por no perder el dominio de mi pasado. Y proseguí con la obra de arte.
Cuando decidí cambiar de color –ya que en azul me gestaron mis padres–, detecté una falla en el mecanismo que transmutó los colores de la paleta del sueño en sus respectivos complementarios, tal como ocurre en el daltonismo. Al emerger un sol azul sobre el cielo amarillo resurgieron imágenes de mis vacaciones cuando niño, época en la cual comencé a practicar experimentos con el objeto y su reflejo, la imagen y la sombra. Pensé que, si mar y sol habían intercambiado sus colores, por qué no sus substancias, el mundo sería mejor, más justo, entonces mis pasados actos se verían, si no buenos, al menos tolerados. Ya no soportaba la repetición del ayer, su presentificación idéntica y constante.
Hice un último intento por subvertir las crueles leyes del destino, un esfuerzo desesperado por dominar el color, ¿qué otra cosa habría podido haber hecho?
Ahora el sol era azul y el cielo amarillo. ¿Y Atanasio? Él era azul, una enorme moneda azul cuyos reflejos eclipsaban al intangible infinito.
Lo llevé a casa donde lo sometí a una dieta estricta para que no cambie. Recién entonces se me hizo evidente la sutil diferencia que establecen los filósofos entre ser y estar. Atanasio es azul y debía continuar siéndolo. Sí, azul, como el pomelo, como la banana, como el propio sol, aunque de un tinte más pálido.
Pero Atanasio no sabía soñar y, peor aún, obstinado por vivir en el inútil mundo de la vigilia, nunca consiguió aprender el arte de crear sueños. Rebelde y contumaz, tal vez como efecto de su parálisis onírica, se negó a aceptar su condición de ser azul. Dejó de cumplir mis indicaciones. Era de esa clase de alumnos jamás dispuestos a complacer a su maestro, tal vez a causa de una discapacidad hereditaria.
Lo alimenté a rayos de sol, reflejos y hierba seca. Murió.
En sus últimos segundos de vida, momento en que los sabios enuncian las verdades ensayadas durante toda la existencia, me pareció oír en el murmullo de sus labios dorados las siguientes palabras: “me siento como un girasol que ha perdido los pétalos”. Era demasiado tarde para constatar si mis lecciones habían producido algún efecto pedagógico. Hoy la duda ocupa el espacio que dejó vacante mi antigua certeza.
¿Lo maté? No lo creo. “¡Mátenlo!”, ordené, y los rayos azules de mi fusil lo mataron casi sin herirlo.

(*) Psicólogo, Escritor, Periodista, Editor.

 

Compartir

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *