China, algunas notas.

Por Ángela Pradelli (*)


La ciudad tiene muchas capas;
el límite entre la Shanghai
poderosa y rica y la tradicional
es a veces tan delgado.
La China profunda está a unos pocos pasos
de los centros comerciales más lujosos.
Sobre la Nanjing Road el templo de Jing’an
convive con negocios lujosos.
Me gusta ir de una capa a otra,
ese transcurrir imperceptible
y al mismo tiempo tan rotundo.
Almuerzo con los obreros
en los lugares cercanos a las fábricas,
locales pequeños de cinco o seis mesas,
o en los carritos que ofrecen
las comidas típicas en la calle.
Paso el día en pequeñas ciudades como Qibao
o en otros pueblos de agua, en los parques.

 


Media mañana en el Lago del Oeste
y en el misterio que insiste en las hojas;
el perfume de las acacias
trae un sonido que no se diluye en el aire. El lago tiene esa inmensidad
y las nubes alojan todas nuestras preguntas.
Algunas montañas empiezan
a descubrirse en sus picos
y la densidad del cielo se esfuma.
El agua golpea sobre las piedras
y el sonido trae ciertos rumores,
son siglos que llegan hasta aquí,
hasta nosotros,
para volver a partir y regresar y partir
y ser un todo para siempre.
Las montañas se descubren
y entonces, ¿estamos viendo un despertar?
Sobre el cielo que es también un límite
corren los sueños de la humanidad,
campo de hojas secas
que alimentarán la tierra en que vivimos.
Dejamos el lago y regresamos a Shanghai;
casi no hay gente en el primer tramo de la ruta
y sólo cada tanto un auto avanza
hacia el mismo lago que nosotros dejamos atrás
pero ellos nunca llegarán al mismo lago
en que nosotros pasamos la mañana oyendo
el agua sobre las piedras.
Los sonidos chinos buscan la comprensión
en mi lengua, que no puede reconocerlos todavía.

 


Un campo de manzanillas,
luz sobre las flores blancas;
una ráfaga conocida
atraviesa un corazón en soledad
y ahí se queda;
flores silvestres
rozan el borde de los días.

 

Busco a los calígrafos chinos
que puedan escribir en un suelo
extranjero mis palabras.
(tan extranjero como puede ser
un poeta en su propio país)
Los calígrafos del parque me piden
que vuelva,
que lleve uno de mis poemas.
Unos días después volvemos
a encontrarnos y leemos juntos.
El calígrafo escribe
y nos quedamos contemplando
la escritura hasta que desaparece,
se evapora,
tan sutil la escritura,
tan densas las palabras que nos nombran. No, no me da miedo buscar algo
que no sé bien qué es ni dónde está.

 


Es sábado, la clase de caligrafía dura casi toda la mañana.
La maestra Xang Xianoying me pregunta
mi signo en el horóscopo chino.
Voy a hacerte un regalo, me dice;
yo la sigo hacia su escritorio.
Xang Xianoying entinta su pincel,
alza la cabeza y después de unos instantes,
sobre una hoja larga de papel de arroz escribe:
El chancho ama su libertad, siempre será libre, no lo retengan.
Dejen a los chanchos ser libres, déjenlos en paz.

 


Los maestros de dì shu son calígrafos
que escriben poemas
sobre el piso de los espacios públicos.
Usan pinceles de mango largo
y cerdas abundantes que embeben en agua.
En los majestuosos parques, los chinos bailan,
pasan horas con sus juegos de mesa,
hacen taiji, tocan instrumentos, cantan.
Mientras tanto, los calígrafos escriben
sus piezas únicas, aunque las personas las ignoren
y pasen caminando sobre los signos, y los niños los atraviesen corriendo.
El dì shu es una escritura efímera, fugaz,
que se evanece en pocos minutos.
Cuando el sol cae de lleno sobre los signos,
o la brisa corre baja,
el poema se evapora aún más rápido.
El maestro Wenye Pu llega cada mañana al Fuxing Park
y se instala cerca de unos árboles frondosos,
a pocos metros de una pérgola muy extensa
por la que trepan flores rosadas y blancas.
Me gusta contemplar al maestro mientras escribe.
Una mañana, Wenye Pu me invita
a acercarme y contemplamos la escritura por unos instantes.
Vemos cómo el poema se esfuma.
La fragililidad, sí, pero también
la condensación de la poesía en los soplos del aire.

 


Antes de regresar a casa,
voy al Fuxing Park a despedirme
del maestro Wenye Pu.
En el camino a Xiantiandi para tomar el metro,
veo, en la vereda de una casa de antigüedades,
un marco de madera oscura apoyado sobre caballetes.
Es un marco grande, tal vez sea
el respaldar de una cama, no sé.
Una mujer y un hombre
reparan el tejido de esterilla del interior del marco;
sus manos se mueven rápido entretejiendo
los hilos entre los dedos; algunas hebras largas cuelgan hasta al piso.
La mujer y el hombre entrelazan las cintas,
restauran la red. Sobre el cañamazo
hay también un par de tiras móviles de bambú
que la mujer y el hombre usan para orientarse.
Son más claras que la esterilla
y se distinguen sobre el cañamazo.
Mientras reparan, construyen a la vez un tejido
nuevo, firme, en el que todos los lazos
forman una misma malla,
una trama tan fuerte como para sostener un mundo.
a Wang Angy y a Hu Peihua

 

(*) Escritora  y profesora en Letras argentina. Ha recibido distintos premios, entre ellos: Premio a la Mejor Novela publicada en español en 2018, China, People´s Literature Press, Premio al Mejor Libro de Educación Fundación El Libro de Buenos Aires 2010/2011, Premio de Ensayo Ciudad de Buenos Aires, Premio de Novela Ciudad de Buenos Aires 2003 y 2008, Premio Internacional Clarín de Novela 2004 y Premio Emecé 2002.

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