Crónica de Urumqi
Entre desiertos, momias y montañas celestiales
Por Gloria Beretervide (*)
Finalmente abordé el vuelo a Urumqi, la vibrante capital de Xinjiang, esa región autónoma del noroeste de China que —pese a su riqueza cultural— sigue siendo víctima de los clichés distorsionados de la prensa occidental. Cuatro horas y media a bordo de Beijing Capital Airlines, donde la tripulación sorprendió a todos con una peculiar clase de gimnasia aérea para estirar las piernas. Por la ventanilla, el desierto de Gobi desplegaba su vastedad dorada bajo el sol, un espectáculo que me decidió a repetir el trayecto, pero esta vez por tierra.
Urumqi en verano es una sinfonía de aromas y colores. Los puestos de fruta de temporada brotan en cada esquina, y el Gran Bazar late con esa energía caótica tan característica: montañas de especias, brochetas humeantes de comida uigur —que algunos llaman «turca» por simplificación— y un detalle macabro que no pasa desapercibido: zorros disecados custodiando las tiendas donde se venden sus propias pieles, como anunciantes involuntarios.
El Museo Nacional fue una parada obligada. Allí, las momias de la cuenca de Turpan-Hami, conservadas con una perfección casi inquietante gracias al clima desértico, cuentan historias que van desde la prehistoria hasta la dinastía Tang. Es fascinante cómo la aridez del lugar actúa como un museo natural, preservando hasta los detalles más íntimos de esos rostros milenarios.
Pero el momento cumbre llegó con el teleférico hacia la cordillera de Tian Shan, esa frontera imponente entre China y Kirguistán. Navegar por el lago Tian Chi, el «Estanque Celestial», rodeado de cumbres nevadas incluso en julio, fue como flotar en un cuadro de tinta china.
China es un país que no cabe en una vida, pero seguiré explorándolo paso a paso, siempre maravillado por la calidez de su gente y esa capacidad para mezclar lo ancestral con lo moderno sin perder el equilibrio. Xinjiang, con sus contradicciones y bellezas, es solo un capítulo más de esta aventura.
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