DESTRUCCIÓN DE LA TORRE DE BABEL

Por José Ezequiel Kameniecki (*)

El primer día de la primavera, los sacerdotes de las diferentes confesiones se habían congregado en la ciudad de Babilonia, considerada entonces el centro del mundo. Desde el amanecer en la terraza del gran edificio, que pretendía llegar a la morada celeste de los dioses, se habían reunido con el propósito de arribar a un consenso universal acerca de cuál de todas era la religión verdadera. Para que este evento pudiera concretarse hubo que esperar más de diez años. Encuentros y desencuentros sobre asuntos tan diversos –v. gr. astronómicos, cosmogónicos, climáticos, referidos a criterios concernientes a la medición del tiempo–, habían hecho difícil acordar un lugar para el encuentro y una fecha que no coincidiera con los ritos solemnes de las diferentes parcialidades. Además, procurarse de intérpretes de idiomas tan diferentes como, por ejemplo, el egipcio, el armenio, el chino, el arameo, el sumerio, el hitita, el sánscrito, el tamil, el avéstico, etc., en fin, emisarios que debieron trasladarse a las cuatro regiones del mundo las veces necesarias para lograr concretar la reunión ecuménica.

Un estallido de formas, sonidos y colores era la diversidad de las procesiones de fieles. Vestidos a la usanza de cada nación representada, enarbolaban símbolos y estandartes tradicionales. Algunos llegaron a caballo; otros en caravanas a través de la Ruta de la Seda, o en carrozas colmadas de suntuosos regalos; pero la masa andaba de a pie. Había grupos que declamaban oraciones en alabanza a sus divinidades o canciones de aliento hacia su guía espiritual, mientras avanzaban danzando al ritmo de instrumentos de viento y de percusión a través de la rampa de acceso al edificio para acomodarse a medida que llegaban.

Tal como se había programado, cada culto dispondría de un turno para poder expresarse acerca de las bondades de su moral, de la misericordia de sus dioses, sobre los beneficios que confería pertenecer a su grey y, sobre todo, para poder transmitir el significado profundo de sus sagrados misterios. Le seguiría una ronda de preguntas donde los asistentes tendrían oportunidad para aclarar sus dudas, y el debate final.

La convención transcurría en un clima de tolerancia, cordial y respetuoso; por primera vez en la historia se habían privilegiado la paz y la unidad entre los hombres, y, sobre todo, exenta de complicadas disquisiciones teológicas, algo que se interpretaba como un buen augurio.

En la rampa, la gente común luchaba por ganar las mejores ubicaciones, se empujaban unos a otros lo que producía avalanchas que derivaban en pequeñas reyertas. Los estribillos de aliento de cada facción se confundían en el griterío.

En la planta superior, los congregados escuchaban atentos y en forma respetuosa las exposiciones de sus pares, menos por interés que para detectar puntos oscuros con la intención de poder enfrentar luego al disertante con sus aparentes contradicciones. Enfrascados en esta tarea, los embajadores de la fe ignoraban lo que sucedía afuera.

Los fieles de los diferentes credos se valían de métodos menos refinados para expresar sus diferencias; apelaban a forcejeos, a codazos acompañados de insultos y a herirse con armas cortantes. La rampa que serpenteaba alrededor del edificio se convirtió en un atolladero, una trabazón indiferenciada de personas que respondían como un todo y de manera mecánica cuando se producía un vacío. Cada vez que arrojaban hacia abajo un cuerpo sin vida, el hueco volvía a cerrarse sin dejar huella como en una ciénaga.

En el salón de la parte superior se sirvió un refrigerio acompañado con vinos regionales y licores generosos para aplacar la sed agravada por el calor del mediodía, momento en que el viento norte empezó a soplar con fuerza hasta transmutar el azul del cielo en negros nubarrones que pronto ocultaron el sol.

En distintos niveles de la espiral exterior se intensificaron las peleas. El olor de la sangre que manaba de los heridos parecía cebar a la masa. A la altura de la sexta planta encendieron una fogata que convirtió a aquel sector del edificio en un hormiguero, un movimiento continuo donde los desbandados individuos chocaban entre sí mientras corrían, y los que caían eran aplastados por la muchedumbre. No sin dificultad se logró extinguir las llamas con el agua reservada para los más pequeños y el vino de las libaciones. Las volutas de humo fueron empujadas por el viento hasta fundirse en la negrura de las nubes.

Le había llegado el turno al sacerdote de una confesión minoritaria. Su aspecto desgreñado contrastaba con el lujo recargado del atuendo de los demás, motivo por el cual era observado con desconfianza y se lo evitaba; por esa razón fue relegado para exponer en último lugar. De cabello ensortijado y desprolija barba, vestía una túnica andrajosa, sucia y descolorida que le llegaba a los tobillos, y sandalias de cuero degastado testimonio de mucho andar. Sin embargo, había algo en su expresión que infundía respeto; sobre todo la mirada perdida, fija en un punto más allá de lo visible, mezcla de extravío y lucidez digna de aquellos que han contemplado el rostro divino. Dio un paso al frente y comenzó su alocución:

Ciudadanos del mundo. Al igual que todos los aquí presentes he sido designado para exponer la voluntad de mis fieles. Pero luego de haberles escuchado con detenimiento y analizado cada propuesta, he llegado a la conclusión siguiente: cada uno se halla convencido de que la propia religión es la única verdadera y, por lo tanto, falsas todas las demás.

Sus palabras fueron interrumpidas por murmullos que subieron en intensidad hasta hacer casi inaudible lo que decía. El preboste tuvo que golpear varias veces con el bastón invocando a la concordia para que volviera el silencio:

¿Quién de nosotros, prosiguió, no deja de pensar en la intimidad que el otro debe estar equivocado? Aquel que no ose mofarse de las creencias ajenas que dé un paso al frente. Al observar que nadie se destacaba, continuó: de esta manera nos va a resultar imposible arribar a un acuerdo universal. Porque si la verdad es una sola resulta evidente que todas las religiones no pueden ser ciertas.

Propongo lo siguiente…

A partir de ese momento se produjo una situación desconcertante. Los oyentes debieron ser testigos de un espectáculo desolador. Porque de la boca del sacerdote fluían ahora sonidos semejantes al balbuceo de un orate cuyo significado era imposible comprender. Y aunque cada uno de los presentes confirmaba sus sospechas, a ninguno le fue posible comentarlo con el que estaba a su lado porque no se comprendían.

Mientras tanto, la muchedumbre intentaba franquear el cerco interpuesto por la guardia en el piso superior que no estaba preparado para soportar tanto peso. El edificio espiralado comenzó a balancearse.

En la rampa, dos fuerzas se enfrentaron en el desorden. Un grupo bregaba por subir; otro, bajaba desesperado desde la terraza. Las paredes exteriores comenzaron a resquebrajarse y trozos de mampostería caían con violencia sobre los que llegaban a tierra y se creían a salvo. Ni siquiera se pudo instrumentar alguna estrategia de salvamento, porque, confundidas las lenguas, ya nadie se entendía.

Así, la torre de Babel fue destruida.

Imagen: Peter Bruegel el Viejo, óleo sobre tabla, 1563
(*) Editor Jefe de esta categoría. Psicólogo, Escritor, Periodista.

 

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