El legado del señor Yonk

Por José E. Kameniecki (Editor Jefe Categoría Literatura de Clave China)

A la vuelta de la casa donde transcurrí mi infancia había un edificio antiguo de dos plantas. La inferior disponía de ocho grandes habitaciones y la superior era una terraza. En esta última, en una casilla precaria de madera, vivía un anciano nacido en China con quien mi padre había forjado una profunda amistad. Allí, el señor Yonk, disponía de dos piezas, una para dormitorio y otra para taller.

Los vecinos apreciaban y respetaban al señor Yonk debido a la fama que había ganado gracias a los consejos que sabía darles a quienes lo consultaban, algunos inspirados en antiguos proverbios chinos, el taoísmo y sus conocimientos sobre casi todo. Desde que se jubiló, sus salidas eran poco frecuentes, solo para ir de compras. Persona pulcra en extremo, vestía una camisa y un pantalón de un blanco inmaculado salpicado de hilachas y vistosas chinelas. Tenía la pronunciación típica de los chinos, que no pueden evitar reemplazar la erre por la ele y a mi padre, Ricardo, lo llamaba Licaldo.

El señor Yonk había trabajado durante más de 30 años como oficial sastre en una fábrica de vestimenta fina para varones. Contaba mi padre que en una de las habitaciones tenía un maniquí y una mesa de trabajo donde quedaban a la vista los elementos de su oficio, a saber: centímetro, dedales, tizas, tijeras, carreteles de hilo de diferentes colores, agujas y alfileres clavados en un acerico, y a un costado del mueble se destacaba una máquina de coser a pedal. Allí recibía a sus clientes que lo requerían para reformar la ropa y, rara vez, alguno de ellos le encargaba un traje a medida para una ocasión especial. Las cuatro paredes de la habitación estaban cubiertas con estantes atestados de libros de los cuales sobresalían hilos de colores.

El señor Yonk era una persona muy instruida que dominaba diferentes disciplinas e idiomas. Solía contarle a mi padre historias antiguas de personajes chinos que luego las compartía con nosotros durante la sobremesa de los domingos. Le transmitía su conocimiento acerca de temas variados, pero mantenía en reserva su pasado. Pienso que papá era su único amigo.

Al menos una vez a la semana, después del trabajo, mi padre lo visitaba antes de volver a casa y conversaban sobre temas diversos, de acuerdo a comentarios muy escuetos que le hacía a mi madre que en ese momento eran para mí inentendibles. Cuando festejábamos algún cumpleaños, mamá le preparaba una bandeja con masitas, alfajores y bombones de Maizena con dulce de leche que papá le llevaba. El anciano, que era naturista, pero se desvivía por los dulces, se regocijaba con el regalo dándose permiso en esas ocasiones para omitir su estricta dieta. Hombre agradecido, excelente cocinero, nos obsequiaba con “arrolladitos primavera” y otras exquisiteces chinas que sabía elaborar con habilidad.

Lo poco que mi padre conocía de su pasado era que había llegado a la Argentina de los Estados Unidos en la década del 40 en un barco de carga, país donde también residía un sobrino, su único pariente, y que trabajó en la confección de indumentaria de alta calidad para una de las grandes tiendas de la Quinta Avenida. Lo había contratado una reconocida sastrería de Buenos Aires enterada de su maestría.

Su expresión facial denotaba tristeza. Papá lo justificaba explicándonos lo difícil que resulta para cualquier ser humano vivir desarraigado de su cultura de origen y, más todavía, debido a los achaques de su edad.

En una oportunidad mi padre amaneció con la palma de la mano lacerada cubierta de manchas rojizas. El médico le recetó un ungüento que no dio resultado. Cuando fue a visitar a su amigo chino, apenas se percató, el señor Yonk ofreció curarlo por medio de la incisión de unas agujas de plata. Muchos años después me enteré que esa técnica ancestral de la medicina china se llama acupuntura. Aquella acción reforzó en papá la idea de que el señor Yonk era una persona sabia y la noticia se dispersó por el barrio. A partir de aquel descubrimiento, algunos vecinos acudían a él para que los curara cuando no hallaban respuesta en la medicina tradicional.

Años después, al enterarse que el anciano estaba enfermo, mi padre lo asistió en forma permanente: lo acompañaba al banco a cobrar la jubilación o a hacer las compras y hasta lo ayudaba a limpiar las habitaciones. Yonk se negaba a ir al médico porque decía saber curarse solo. Pero su estado se agravaba y al verlo desmejorado y que ya no podía levantarse de la cama sin ayuda, papá llamó a la ambulancia. Lo trasladaron al Hospital Álvarez, donde le diagnosticaron una enfermedad cardíaca grave, y falleció a los pocos días.

Mi padre se ocupó de sus restos y respetó la decisión de ser incinerado y que sus cenizas fueran esparcidas en los lagos de Palermo. Pocos días después se comunicó con aquel sobrino quien, en agradecimiento, le cedió todas las pertenencias de su tío.

En menos de un mes papá vació la habitación porque los propietarios del inmueble urgieron desalojarla para volver a arrendarla. Así quedó desmontado el universo del señor Yonk. Papá donó la mayor parte de las pertenencias de Yonk, ropa, muebles, enseres, a una institución de beneficencia, pero se negó a desprenderse de alrededor de los 1000 libros que conformaban la biblioteca como de una cantidad de piezas que paso a detallar en forma incompleta:

-Cuatro tallas de marfil, una representaba al Buda y las otras a dioses chinos.

-Una brújula de madera laqueada.

-Una pipa de bambú.

-Una tetera de plata, dos tazas decoradas con sus respectivas cucharas.

-Tres incensarios artesanales de peltre.

-Dos jarrones de porcelana azul y varios pequeños adornos del mismo material.

-Elementos de caligrafía: papel de arroz (xuanzhi), tinta negra, un tintero de cobre, un conjunto de sellos, pinceles y una piedra de entintar.

-Dos pinturas enrolladas, una con la figura de un dragón y la otra de una grulla, ambas rodeadas de caracteres chinos de fina caligrafía, que papá hizo enmarcar y colgó en una pared de su escritorio.

-Una espada jian.

-Una calavera y cuatro huesos oraculares.

-Tubos de ensayo, potes con sustancias químicas y ungüentos.

-Un juego de agujas de acupuntura.

-Un wok.

Mi hermano y yo ayudamos a embalar los libros y los objetos para trasladarlos a casa. Papá compró varias bibliotecas que instaló en el living de casa y ordenó los volúmenes por temática. Mamá sugirió que todos los elementos de costura se los obsequiara a Dorotea, mi abuela materna.

Entre los libros del señor Yonk, había tratados de Medicina China, Acupuntura, manuales de yoga y tantrismo, ejemplares de disciplinas esotéricas tales como teosofía, espiritismo, alquimia, logosofía, gnosticismo, numerología, oniromancia, geomancia, taumaturgia y cábala. Un ejemplar del I Ching editado a mediados del siglo XIX. Un juego de cartas de Tarot con dibujos misteriosos y el correspondiente libro para interpretar las cartas. Otros describían rituales de diversas religiones, técnicas de concentración, meditación y telepatía. Destaco la versión del Necronomicón, del “árabe loco” Abdul Alhazred, una curiosidad, porque es sabido que se trata de un libro inventado por Lovecraft cuyas citas aparecen en sus cuentos.

En las revistas de historietas de aquella época aparecían propagandas de libros de magia que se ofrecían a la venta por correspondencia. Por los títulos sugerentes de los mismos pensaba yo a mis 11 años que no se trataba de trucos, sino de auténtica magia: Secreto de todos los secretos, Magia blanca, Magia negra, Magia roja, La clavícula de Salomón, San Cono. Imaginaba que la lectura de los mismos me iba a permitir realizar actos sobrenaturales y obtener así la admiración de mis compañeros. El precio de aquellas ediciones era muy elevado, para mí inalcanzable. Cuál fue mi sorpresa cuando descubrí que el señor Yonk había adquirido la colección completa y ahora esos grimorios estaban a mi alcance. Además, había alrededor de 50 ejemplares escritos en chino, idioma inentendible para mí, pero cuyas estampas de colores sobre papel ilustración y los misteriosos caracteres me resultaban fascinantes. Los libros traducidos al español fueron el deleite de mi adolescencia.

 

Comencé por los libros de magia blanca, las recetas y fórmulas de filtros de amor y ensalmos para hacer regresar a un marido infiel que abandonó a su mujer para irse con otra, para curar el mal de ojo o enamorar a una muchacha esquiva. En general, se requerían algunos elementos imposibles de obtener, por ejemplo, el corazón de un sapo viudo, el plumón de una paloma virgen, un pañuelo de la mujer a quien uno quisiera enamorar que hubiera estado en contacto con sus senos, cabellos de la dama para anudarlos de determinada manera o huesos humanos robados en el cementerio. Y para que estos fueran efectivos había que invocar nombres de demonios muy difíciles de pronunciar u oraciones religiosas para solicitar la ayuda de determinados santos. Otros libros incluían fórmulas de magia negra y magia roja para ocasionar daño, y un volumen de tapa negra con instrucciones para resucitar a los muertos, que mi hermano me persuadió no leer y, pese a mi curiosidad, acepté su consejo. Meses después esos libros fueron destruidos en la hoguera que todos los años se encendía en la esquina de casa para la festividad de San Pedro y San Pablo.

Los libros de magia blanca poblaron mis sueños durante muchos años. Me sentía poseedor de un poder ilimitado. Varios de mis cuentos se inspiraron en aquellas lecturas.

Cuando mi hermano y yo cursábamos la escuela secundaria, mi padre nos había contado que el señor Yonk practicaba la alquimia china porque buscaba el elixir de la inmortalidad. Y al ver mi reacción de júbilo, tan crédulo era yo entonces, se dirigió a mí para decirme: “Mi querido hijo Orlando, quiero que sepas que no existe tal cosa, todos nos vamos a morir, es la ley de la vida”. Con el tiempo me convencí de la verdad de las palabras de mi padre.

Papá era agnóstico y nos educó en la tradición laica, descreía de las religiones y del ocultismo, pero rescataba los valores éticos de su amigo que nos transmitió a nosotros como un legado. Porque más allá de su afición por la mística y el esoterismo, algo típico en las personas de ultraderecha, las ideas políticas del señor Yonk eran de izquierda, afines a las de papá. Lector de Marx y Engels, adhería al ideal de una sociedad sin clases, que consideraba inspirado en Chuang Tzú*. Apenas asumida la dictadura militar en marzo de 1976, al igual que muchos argentinos, el señor Yonk se desprendió de su colección de libros marxistas, pero solo conservó el libro de poemas de Mao Ze Dong, líder a quien admiraba.

Ya de adultos, papá nos leía frases de Chuang Tzú, cuyo sueño acerca de la mariposa lo hizo célebre Jorge Luis Borges y seleccionó algunos de sus pensamientos que escribió en una hoja que aún conservo. Destaco unos pocos a continuación:

Chuang Tzé enseña que los opuestos son ilusorios y que manifiestan la misma realidad desde diferentes perspectivas.

Chuang Tzé aboga por la completa relatividad del conocimiento humano, y sugiere que las verdades absolutas son esquivas y que incluso los conceptos de «cielo» (tiān) y «tierra» son relativos.

Chuang Tzé propone una sociedad basada en la cooperación y ayuda mutua, en la que no existan las diferencias sociales.

Cuando falleció papá nos repartimos los libros de su biblioteca con Miguel Ángel. No tuvimos inconvenientes en que cada uno de nosotros eligiera ejemplares de diferentes temáticas, y sorteamos con una moneda, al cara o seca, los objetos del señor Yonk que mi padre había consignado en un inventario. Le cedí a Miguel Ángel aquellos que le servirían de modelo para bodegones, porque es un buen dibujante, a cambio de la espada.

Entre los que me tocaron en suerte había un volumen sin título de alrededor de 1200 páginas. Al abrirlo me sorprendió que una parte del mismo estaba ahuecada. Faltaban alrededor de 100 que habían sido cortadas en el centro, pero los costados estaban intactos. Allí descansaba un sobre amarilleado por el tiempo con estampillas de los Estados Unidos, en cuyo interior había una carta manuscrita en inglés y una bolsita de terciopelo negro en cuyo interior había un medallón de plata con un ideograma grabado. Al deslizar la tapa quedó al descubierto la fotografía en sepia de una joven hermosa de rasgos chinos. La carta estaba fechada en Nueva York el 23 de octubre de 1942 escrita por su sobrino por la cual me enteré de unos pocos datos de su historia. El señor Yonk había enviudado a los dos años de contraer matrimonio con una mujer de la cual estaba intensamente enamorado, se hallaba desolado y se sentía culpable de no haber podido revivirla. Su sobrino intentaba consolarlo y liberarlo de responsabilidad.

Mientras escribo estas líneas, tengo ante mis ojos aquel medallón sobre mi escritorio. Cada tanto deslizo la tapa para observar la foto de la bella china que se ha convertido en mi ideal de mujer y me acompaña en mis sueños. Pero, de tanto en tanto, las imágenes oníricas toman otro rumbo y aparece una escena estremecedora que no me permite volver a dormir. Veo al ser Yonk, con expresión de dolor, el rostro desencajado, los ojos poblados de lágrimas, de rodillas frente al lecho donde yace el cuerpo inerte de su amada, la mujer de la fotografía. El señor Yonk lleva cubierta la cabeza con un manto blanco, en una mano blande la espada y, en la otra sostiene la calavera. Luego toma un hisopo embebido en una sustancia de color ámbar y le humedece los párpados, acaricia el rostro aterciopelado, alisa su cabello y murmura palabras incomprensibles en voz muy baja. Intenta devolverle la vida por medio de rituales mágicos tomados de aquel libro de tapa negra que jamás me atreví a leer.

 

*Zhuangzi (chino tradicional: 莊子, chino simplificado: 庄子, pinyin: Zhuāngzǐ, Wade-Giles: Chuang Tzu o Chuang Tse, literalmente «Maestro Zhuang») fue un filósofo chino  que vivió alrededor del siglo IV a. C.

 

Compartir

Comments (1)

  • Sandro Wang Reply

    Lo que más me conmovió de este artículo es cómo, desde un recuerdo íntimo de la infancia, logra poner en marcha un sentimiento que nos atraviesa a todos: en algún momento del crecimiento, todos nos cruzamos con un “forastero” que traía otro idioma y otra historia, y que, con paciencia y cariño, nos abrió una puerta secreta al mundo.
    Las luces que alguna vez nos alumbran se van a apagar, y los libros, las puntadas, las fotos no son más que amuletos frágiles contra el olvido. Pero justo porque todo se pierde, esas historias de sobremesa, el pinchazo de las agujas, el medallón como una lápida chiquita siguen fermentando dentro nuestro y se convierten en la brújula secreta para reconocernos en el mundo. Gracias por compartirnos la figura del Sr. Yonk.

    agosto 13, 2025 a 3:15 am

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *