El talismán
Por José E. Kameniecki (*)
Mi madre solía comentarnos a mi hermano y a mí que, si bien estaba orgullosa de sus dos hijos varones, le hubiera gustado haber tenido una hija mujer. Ella justificaba así el hecho de encariñarse con las muchachas que venían a realizar las tareas domésticas en casa, además de incluirlas como genuinas integrantes de nuestra familia. Me enteré, ya de adulto, que tres años después de mi nacimiento había perdido el embarazo de una niña, para ella fue una tremenda frustración que la llevó a renunciar al deseo de tener más hijos.
En su mayoría, las empleadas eran mujeres jóvenes de las provincias argentinas o de los países limítrofes, que llegaron a la Capital acuciadas por la miseria, la falta de trabajo, el maltrato y las inhumanas condiciones de vida en busca de un futuro mejor. En la ciudad sufrían la soledad y el desarraigo, cargaban con historias familiares dramáticas: promiscuidad, hacinamiento, hermanos de diferentes padres, progenitores que no cumplían su función.
Mamá asumía un rol protector, las aconsejaba, para que no se confiaran de los hombres, que verían en ellas presas fáciles dada su inexperiencia. Además, las instruía en cuanto a la sexualidad y cómo cuidarse para evitar el embarazo. Las alentaba para que estudiaran algún oficio, que finalizaran la escuela primaria o la secundaria, según el caso, y las estimulaba para que siguieran alguna carrera universitaria cuando advertía que tenían capacidad. Durante mi niñez y adolescencia se sucedieron más de una docena de muchachas que años después venían a visitarla, nos invitaban a sus bodas, para que conozcamos a sus parejas y a sus hijos, contarle que habían progresado y que tenían empleos bien remunerados, o a pedirle consejos. También acudían cuando tenían problemas y necesidades que no podían resolver. Varias de ellas, las preferidas, eran invitadas a nuestros cumpleaños. Varias de ellas eran invitadas a nuestros cumpleaños, así como a los diferentes festejos familiares. Solo se perdió el rastro de unas pocas.
Elvira fue una de ellas. Mi madre le había tomado un afecto intenso, nos decía que aquella muchacha huérfana y sufrida que apenas pasaba los 20 años “tenía sentimientos nobles y era demasiado cándida para este mundo de lobos”. Hija de padre desconocido, había llegado a Buenos Aires desde un pueblito del Paraguay luego de la muerte de su madre para vivir con un tío materno, el único pariente que le quedaba, pero el hombre quiso abusarse de ella y Elvira escapó para instalarse en una pensión muy humilde en el barrio de Flores donde compartía el cuarto con otras tres chicas.
Elvira era una mujer alta, robusta, de cabello rojizo, ojos pequeños de color incierto que tomaba un tinte verdoso según como reflejaba el sol. Sus rasgos faciales revelaban el mestizaje entre el aborigen y el europeo, tan común en los habitantes del interior del país. El apellido alemán, Jürgen, pronunciado a la manera criolla, era el testimonio de algún antepasado germano. Hija mayor de una campesina muy humilde, en aquel pueblito sin futuro, ayudaba a su madre a criar a una decena de hermanos pequeñitos de diferentes padres. Habitaban en un exiguo espacio construido con sobrantes de maderas, techo de paja y piso de tierra apisonada, que el terrateniente de la zona para el que ella trabajaba le cedió. Alrededor de la casa cultivaban verduras y hortalizas, criaban gallinas y una vaca para su manutención. Elvira tenía buen carácter, hablaba con la tonada paraguaya y tenía una risa contagiosa. Cada tanto se le escapaban algunas palabras y frases en guaraní. Mi madre, aficionada a los idiomas, aprendió varios vocablos en esa lengua, en especial malas palabras, pero cuando intentaba pronunciar alguna gutural Elvira se reía a carcajadas.
Elvira cumplía su trabajo con dedicación, pero era muy limitado su entendimiento. Mi padre, aficionado a las bromas que ella no comprendía, incapaz de sospechar un doble sentido, las tomaba en forma literal. Mamá le pedía que le diera órdenes simples y evitara los juegos de palabras, pero mi padre la desoía, disfrutaba con las expresiones faciales de Elvira, que se quedaba seria, anonadada y solo movía los ojos de lado a lado para evitar la mirada frontal.
Cuando llegaron los primeros fríos Elvira comenzó a llegar a casa una o dos horas antes de su horario habitual de ingreso. Se la veía tensa, el blanco del ojo de color rojizo como si hubiera llorado. Mi madre fue la primera en advertir que Elvira debía pasar las noches en vela porque en varias oportunidades observó que se le cerraban los ojos y cometía algunas torpezas.
—Se habrá ido a divertir durante toda la noche —decía papá—, no debe ser una mosquita muerta como aparenta.
—Te puedo asegurar Roberto que algo la pasa a esa chica. La noto preocupada, triste. Es evidente que atraviesa algún problema.
—Me parece que confundes los síntomas, mi querida Isabel. Siempre tan buena…
—Le voy a preguntar hoy mismo qué es lo que le sucede. Se le caen las cosas de la mano, cuando le hablo no me responde y se queda pensativa, como ensoñada…
—Debe estar enamorada.
—No, te aseguro que debe tener alguna preocupación. Hace una semana que viene con la misma ropa. Antes se vestía con mayor esmero.
Ese mismo día mamá la encaró. Se encerraron en una habitación alrededor de so horas. Mamá la convidó té con facturas para ganar su confianza. Así se enteró que en la pensión donde vivía una de sus compañeras de habitación, Obdulia, la semana pasada la había echado de la habitación y le había instado a buscar otra pensión para alojarse. Elvira estaba desesperada.
—Es una mujer muy mala, a mí me odia. Yo no le hice nada, se lo juro señora, que me muyera si le miento. Le dije que no me voy a ir porque ella no es la dueña de la habitación. Entonces comenzó a hacerme maldades, la muy perra. Brujerías, ¿vio? Le tengo mucho miedo a esas cosas, ¡sabe? La semana pasada me puso sobre mi almohada un montón de cabellos anudados. ¡Puede creer, señora, que ¡eran los míos!, y pucha que me asusté. Esa noche no me acosté, dormí sentada en una silla sin echar un ojo y me puse a rezar un Padre nuestro y a pedirle a la estampita de la Virgen. La Obdulia ni se mosqueó, durmió toda la noche como si nada, y abría un ojo para mirarme cada vez que yo me movía. Al otro día, cuando volví de trabajar, ¡no me lo podía creer!, esa hija de perra prendió cuatro velas negras en la habitación que arruinaron mis oraciones. Pero como yo no iba a dejar la pieza, me amenazó con hacerme un daño mayor, algo muy malo. Y esa la noche cuando estaba por subir, los escalones estaban manchados con gotas rojas. No sabe, señora, lo que me costó subir y apenas entre a mi pieza, la Obdulia me miró con cara de odio, si viera, señora, y me dijo que roció la escalera con sangre de cadáveres de cristianos, porque su novio, el Fulgencio, trabaja de en el cementerio de La Chacarita le trae cosas de muertos y me amenazó otra vez con que me va a liquidar. Dijo que el espacio de la pensión está rodeado por el Demonio con un círculo sangre de pecadoras y, si no dejo la pieza voy a caer muerta. Y me dijo a los gritos: “¡a ver si te animas a subir de nuevo, basura asquerosa! ¡A ver, porquería, grandota cobarde…! Vas a caer fulminada por un rayo y tu alma se va a pudrir en el Infierno”. Sé que me hizo un maleficio, una brujería, algo muy malo me va a pasar y muy pronto… La Obdulia es capaz de cualquier cosa.
—Se aprovecha de vos porque crees en esas cosas y porque no tenés maldad.
—Usted no sabe que en el Paraguay pucha que hay muchos seres malignos: Añá, el Pombero, el Kurupí, el Lobizón, el Yasí Yateré, ese que se lleva los gurises que no le hacen caso a sus padres y no duermen la siesta. Ai hermana Remigia la persiguió una vez el Pombero y por suerte salió rajando lo más rápido que pudo y llegó a tiempo para esconderse en la casa.
—Nosotros no creemos en esas cosas. No existen esos seres.
—Sí, estoy segura que existen. Muchos paisanos los vieron en mi pueblo. Sepa que me contaron que la chica que vivía en la pensión antes que yo, también paraguaya, se enfermó por las maldades de la Obdulia y todavía está internada muy enferma en el hospital Álvarez. Conozco muy bien el mal que se puede hacer con la brujería, porque en mi pueblo hay viejas que la saben practicar y algunas aprendieron a anularla. Aquí no conozco a nadie que pueda hacer una limpieza para destruir el maleficio. No he vuelto a entrar a la pensión. Escapo de los espíritus malignos y de sus miradas hechiceras. Me quedo toda la noche sentada en el banco de una plaza. Estoy muy asustada porque la siento, la escucho y sé que no va a parar hasta matarme. Hace mucho frío, está oscuro y hay mal ambiente, así que hago fuerza para no dormirme. Rezo para que no llueva. Soy devota de la Virgen de Caacupé y le pido a ella que me ayude. Y sabe, señora, todas mis cosas quedaron en la habitación, tengo que soportar el frío; no tengo mi paraguas… No puedo bañarme ni cambiarme de ropa… Pensé en ir a la iglesia y pedirle al cura que me ayude, pero no… En la parroquia de mi pueblo, cuando me preparaba para la Comunión, el tipo de la sotana me tocaba la cola de adelante…
—No hay inconveniente que te bañes en casa. Pero, esto hay que solucionarlo ya mismo. Nosotros te vamos a ayudar. Dejame pensar.
Cuando mi madre nos contó la situación de Elvira le dije que yo la podía ayudar. Recién había cumplido los 15 pero era un ávido lector. Pensé en los libros del señor Yonk, un vecino chino amigo de mi padre*. Entonces tomé de un estante de la biblioteca el Tratado de los talismanes, un libro de magia que contenía páginas repletas de sabiduría ancestral y busqué uno que me pareció adecuado para Elvira. Esa noche ella se quedó a dormir en casa y mi madre le ofreció ropa para que se cambiara después de tomar un baño.
Mientras desayunábamos le dije a Elvira:
—Te voy a fabricar un amuleto, un talismán con signos mágicos que te va a proteger de las maldades de tu compañera de cuarto. Así vas a poder enfrentarla sin miedo y ganarle.
A continuación, compré en la librería una cartulina y una cinta roja en la mercería. Recorté con un trinchete dos redondeles, ayudado por un vaso dado vuelta, los pegué uno encima del otro para darle mayor espesor y lo forré de ambos lados con papel metálico que tomé de un atado de cigarrillos. Realicé un pequeño orificio por donde pasé la cinta. Con un lápiz grueso negro copié los extraños signos que figuraban en el libro lo mejor que pude, porque no soy un buen dibujante. Me sentí conforme con mi obra, aunque debo confesar que los caracteres resultaron bastante torpes. Al despedirnos ese día le coloqué el talismán alrededor del cuello y le dije que no tenga miedo de las maldades de su compañera porque ahora estará protegida contra todo peligro. Me agradeció varias veces, emocionada, y cuando finalizó el horario de trabajo se encaminó a la pensión.
Al otro día Elvira llegó a casa retrasada. No hizo ningún comentario. Con una linda sonrisa, se la veía espléndida. Canturreaba una alegre melodía paraguaya mientras trapeaba el patio. Trabajó en forma dedicada casi en silencio. Nos mirábamos perplejos, pero no queríamos ser indiscretos. El cordel rojo podía entreverse en el escote de su blusa.
Elvira trabajó solo dos años en casa. Cuando dejó de hacerlo venía cada tanto a visitar a mi madre. Consiguió un empleo fijo, bien remunerado, en una fábrica de golosinas situada en una localidad lejana del Gran Buenos Aires. Llegaba con algún pequeño obsequio para mamá, una planta o un adorno para la casa, pero las visitas se espaciaron hasta que dejó de venir, pero se comunicaban por teléfono en forma esporádica al número de una vecina.
Un año después, la planta de lavanda que alguna vez nos regaló, que parecía marchita, revivió y se llenó de flores violetas que atrajeron a las mariposas. Eso ocurrió el primer día del Año del Dragón de Madera, de acuerdo al calendario chino del señor Yonk. Mamá la llamó entonces para contarle lo sucedido. La vecina le dijo que Elvira se había mudado hace un mes y no tenía manera de ubicarla.
Ayer pasaron por televisión el adelanto de una noticia terrible: “¿Ritual satánico? ¿Sacrificio Umbanda? La víctima, una mujer de alrededor de 35 años, apareció con un cuchillo clavado en el corazón en una pensión del barrio de Flores”. El arma blanca utilizada para el crimen se identificó como un canopius o bolline, aquel que utilizan las brujas. El cuerpo se hallaba cubierto de sal, incienso, plumas, entre otros elementos usados en magia negra. Junto al cadáver había una especie de amuleto partido en cuatro partes. Y un cordel rojo deshilachado con manchas de sangre”.
(*) Psicólogo, Escritor, Periodista, Editor.
Deja una respuesta