El venerable señor Chao
Por José Ezequiel Kameniecki (*)
Todos los días, a la hora del crepúsculo, el venerable señor Chao, el más añoso de los residentes de la Casa, hombre sabio, conocedor de casi todo, comienza a reflexionar en voz alta sin abandonar su lecho. Entonces trasladamos los taburetes del comedor a su cuarto y nos acomodamos alrededor de él para escucharlo en respetuoso silencio.
Si bien son escasas las noticias acerca de su pasado, se dice que el señor Chao integró durante décadas el selecto grupo de discípulos de los más reconocidos eruditos del Palacio del Emperador.
Intentaré reproducir algunas de sus singulares reflexiones que me he esforzado retener en mi memoria.
Cuando hace cinco inviernos falleció mi madre y quedé solo, un pariente lejano me trajo a vivir a este lugar, algunos de mis compañeros solían interrumpir sus monólogos para expresar el disenso acerca de algunas afirmaciones extremas, pero pronto dejaron de hacerlo, optaron por callarse debido al carácter irascible del señor Chao con el fin de evitar así sus ofensivas agresiones verbales. Uno de los incidentes que dio lugar a este cambio fue cuando Chen, el joven con quien comparto mi habitación, contó que alguien dijo haber visto un pájaro, una flor y una persona. El señor Chao lo interrumpió ofuscado, lo insultó y se puso a gritar “Voy a enloquecer. ¡Protéjanme, oh dioses, de mi imaginación enfermiza!”.
En lo personal, yo, Fu Long, disfruto de sus alocuciones, y aunque encuentro serias contradicciones en sus pensamientos, hasta cierto desatino, me distrae del aburrimiento cotidiano. Porque considero que no tener algo en que ocuparse es el peor castigo al que pueden someter a una persona.
El señor Chao se define a sí mismo como un pensador original. Sostiene con vehemencia opiniones radicales que juzgamos cargadas de soberbia. Por ejemplo, dice que las personas, nosotros, no somos reales, ya que lo único que puede afirmar con certeza es su propia existencia. Y cuando nos oye hablar, reír o llorar, afirma que el sonido proviene del interior de su cabeza, como el sueño, el pensamiento, el recuerdo o la imaginación.
El señor Chao afirma que no existan los colores y que la palabra “luz” no es más que un eufemismo para referirse a la fricción que produce oscilaciones en la temperatura de su cuerpo.
El señor Chao acepta la existencia de determinadas cualidades sensibles; suele hablar con frecuencia de aromas, de sonidos o de texturas.
El señor Chao dice que lo que llamamos Cielo es sólo un útil concepto de orientación para referirse a lo que parece estar arriba. Admite, con reservas, el concepto de Tierra, lo que tiene abajo, lo define como «superficie irregular y accidentada»; en esto, casi sólo en esto, coincide con nosotros.
El señor Chao insistía en señalar la inutilidad de los ojos y de las gafas. Sonreía en forma burlona cuando alguno de nosotros hablaba de escritos o de libros.
Todos aquí somos ciegos, unos pocos, como el señor Chao, lo son de nacimiento, pero él, al no admitir su ceguera, niega lo visible. En mi caso, en el taller de vidriería donde ingresé como aprendiz, no sé si por azar, imprudencia o fue el destino, una salpicadura con cal viva apagó mis ojos para siempre.
A los que vivimos en este lazareto nos gustaba discutir con él sobre cuestiones tan interesantes como las que plantea, pero más aún para palear el ocio de la inactividad, hasta que nos persuadimos de que esto resultaba imposible, porque como para él no existen los otros piensa que se contradice en sus opiniones, y sus verdades irrefutables caen en la decepción de lo absurdo.
No deja de llamarnos la atención que el señor Chao sea un fervoroso creyente; dice que puede sentir a los dioses en su interior y se dedica al rezo durante largos momentos del día, lo cual nos obliga a permanecer en silencio por respeto a lo sagrado.
El señor Chao define a un perro de la siguiente manera: «algo blando y suave, una parte de mi cuerpo que se balancea sin que me lo proponga».
El señor Chao dice que lo que lleva en la mano cuando camina no es un bastón, sino una pierna que se puede sacar y poner.
Se comenta que los servidores de la Casa suelen burlarse del señor Chao durante las comidas, lo cual considero una grave falta de respeto hacia el venerable anciano. Lo someten a bromas pesadas, tales como agregarle a los platos ingredientes amargos o malolientes para disfrutar de sus reacciones intempestivas con frases jamás exentas de sabiduría.
(*) Psicólogo, Escritor, Periodista, Editor.
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