ESPACIOS ALTERADOS
Por José E. Kameniecki
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Para celebrar el primer aniversario por haberse establecido en el nuevo local, las dueñas de la librería y papelería comercial, escolar y artística “La hoja encarnada”, organizaron la tan postergada inauguración. En verdad había motivos para festejar el final de un calvario de más de trescientos días, que las socias decidieron posponer hasta el 6 de julio para hacerla coincidir con la fecha de la mudanza.
En los últimos diez años los negocios del barrio suelen mudarse con frecuencia. Vencido el contrato de locación, en lugar de volver a arrendarlo, los comerciantes prefieren cambiar de local. La razón radica en que los locatarios no dudan en aumentar el valor del alquiler cuando advierten que sus locadores progresan. Pero éstos no suelen alejarse demasiado, se ubican en la misma cuadra, a la vuelta, en frente o en una calle paralela, con la intención de conservar la clientela. Estas mudanzas no dejan de provocar en el vecindario algunos inconvenientes y confusiones, en especial, desorientación.
Los menos optan por trasladarse a una zona más céntrica o disponer de un espacio más amplio para exhibir la mercadería, razones comprendidas en lo que los vecinos suelen considerar como un “progreso”. Pero en esta época se ha producido un fenómeno que cabría llamarse postmoderno, donde la tecnología ha reemplazado a la intuición y al conocimiento del oficio. Antes de la globalización, el comerciante era más conservador, y, sobre todo, pudoroso, cuidaba de su buen nombre, los cambios sólo se realizaban cuando respondían a necesidades de fondo; preferían pagar una renta más alta que cambiar de domicilio. Los comercios constituían un fuerte referente. Un comercio pasaba de generación en generación y la gente concebía su existencia como un fenómeno natural, inmutable y eterno. Tanto las comerciantes como el empleado conocían a todos los vecinos, incluidos aquéllos que compraban en la competencia. La gente se orientaba mucho más por los negocios que por el nombre de las calles, como también les sucedía a los taxistas, eran emblemas zonales. Ahora todo se modifica en forma tan abrupta. Es que los auténticos cambios ocurren sin previo aviso.
Algo diferente ocurrió con “La hoja encarnada”. Las socias tuvieron la oportunidad de alquilar un local mellizo que recién se desocupaba, en el mismo predio y a un precio más bajo. El cambio les resultaba ventajoso, además, la mudanza no requería gastos de flete y aseguraba la continuidad de la clientela. Hasta la disposición de los muebles, de los accesorios y de la mercadería no requería modificaciones.
Los locales estaban separados por una pared medianera. La puerta, la vidriera, la distribución del espacio en apariencia eran idénticos. En ambos, detrás de un tabique se hallaban el cuarto de baño y una pequeña cocina, donde preparaban el café o calentaban el agua para el mate. El color del frente de los negocios estaba pintado de amarillo pálido, ya que, de acuerdo con el reglamento municipal, debía ser el mismo para todo el frente del edificio de departamentos al que pertenecen ambos locales.
Estos dos locales no son del todo iguales, sino que, a semejanza de un par de guantes o de zapatos, son enantiomorfos, aunque las medidas y la distribución del espacio son en teoría las mismas, entre sí están invertidos, es decir, orientados en forma especular. La puerta del antiguo local está ubicada a la izquierda; en el nuevo, a la derecha. El escritorio y el mostrador fueron colocados a la izquierda cuando se hallaban antes a la derecha, y así todo lo demás.
La mudanza se realizó un domingo. Las dos socias comenzaron a trabajar desde muy temprano; hacia el mediodía se integró el empleado para ayudarlas con los objetos más pesados. Antes de comenzar el traslado habían cubierto la vidriera con hojas de papel de diario adheridas con cinta adhesiva, para evitar las miradas curiosas, lo cual no impidió que varios vecinos se pusieran a espiar sin éxito a través de alguna hendija milimétrica que quedó sin cubrir en el apuro.
En el interior, apenas colocaron el último elemento, los tres se sintieron satisfechos al confirmar que el pequeño local quedaba igual que antes. Cada objeto ocupaba idéntico espacio que en el otro. Nada, absolutamente, se había cambiado de lugar. Incluso el cartel luminoso donde figura el nombre de la librería en letras azules fue corrido a una distancia tan insignificante, unos cincuenta centímetros hacia la izquierda, que nadie advertiría el cambio. Aprovecharon para desprenderse de muchos elementos inútiles que habían acumulado durante años. Trabajaron hasta las 10 de la noche y luego fueron a comer pizza en Kentucky. Regresaron a sus respectivas viviendas cansados pero satisfechos. El lunes por la mañana, apenas abrieron a las 9, comenzarían los problemas.
2
La librería “La hoja encarnada” es una empresa conformada por dos socias que funciona desde hace más de una década en el barrio de Flores. Allí trabajan ambas mujeres y un único empleado.
Rita Agulleiro Escalante tiene alrededor de cincuenta años, es alta, delgada y esbelta, de ojos castaños que tiran al verde, cabello corto muy cuidado teñido de rubio, quizás de una tonalidad similar a la que lucía en su juventud, y una nariz aguileña que no le combina con los labios demasiado gruesos para esa cara afilada. Se muestra seria pero amable en el trato, menos simpática que su socia, aparenta ser la más responsable. Se viste en forma elegante, nunca con pantalones, usa polleras discretas de colores sobrios y zapatos de fino cuero con tacones. Nacida en el Uruguay, en las afueras de Montevideo, llama al cliente “vecino”: ¿Qué va a llevar, vecino? Ella es soltera, pero está de novia desde hace años, según se comenta, con un hombre ocho años más joven, empleado municipal, del cual ningún vecino tiene más datos, que la viene a buscar a las nueve en punto de la noche, en el horario de cierre, y jamás baja del auto, un antiguo Torino blanco de colección con tapizado de cuero a tono. Rita es una persona parca, según algunos clientes que comentan tener que restringirse en hablar nada más que de lo formal y ser tratados de “vecino”. Ella administra el negocio por haber estudiado contabilidad en la Pitman cuando salió del secundario.
Inés Pistrelli de Marenga, que no llega a los sesenta, es porteña, nacida y criada en el barrio. Apenas cinco o seis centímetros más baja que su socia, bastante más robusta, ojos color caramelo, cara redonda, rasgos proporcionados y una cabellera renegrida que le llega hasta la cintura. De aspecto informal, anda siempre de jeans que combina con blusas coloridas al estilo hippy y zapatos de gamuza o zapatillas. Está casada con Sebastián “Cacho” Marenga, el cerrajero, cuyo taller está ubicado en la otra cuadra, con el que tiene dos hijas, Priscila (por la mujer de Elvis Presley), soltera, y Janis (por la Joplin), que tiene un hijo de 5 años, casada con Pablo. Inés conoce la historia de casi todos los clientes, porque acostumbra a hacerles preguntas personales y, como tiene varios gigas de memoria en el disco rígido de su cerebro, llama a cada uno por su nombre y jamás se olvida de ninguno de los integrantes de cada familia. Por esa razón los clientes prefieren ser atendidos por Inés que, además, conoce mejor el oficio que Rita, que es tan amable como ella, pero nada entrometida. Siempre tiene lista una sonrisa para convidar, algunos sospechan que Inés aprendió una serie de estrategias para tratar a la gente en un curso de Marketing que dieron en forma gratuita en la Cámara de Librerías y Afines, porque antes era bastante antipática y se la veía ensoñada con los auriculares del MP4 adheridos a sus orejas, sin levantar siquiera la mirada cuando entraba el cliente. Tal vez se trata de chismes, meras habladurías, pero de confirmarse el trascendido, opinó un vecino, habría que reconocer como algo meritorio que haya sabido incorporar tan bien lo aprendido a su repertorio de conductas, hasta el punto que ahora parece natural.
Raúl Martiniano Fernández, el empleado, recién cumplió veintidós años. De altura mediana, cabello corto peinado con brillantina que siempre parece estar húmedo, cutis color cobrizo de rasgos aindiados y grandes ojos celestes. Es muy educado, de trato cordial, además de ayudar en la atención de clientes cuando éstos superan el par, realiza trabajos de cadetería, por lo que se hace de un dinero extra en propinas cuando lleva los pedidos que así compensan su exiguo sueldo. Su timidez resulta proverbial. Prefiere utilizar monosílabos que se difuminan hacia el final de su emisión y muchas veces no se le entiende lo que dice por lo cual hay que pedirle que lo aclare. Inés suele contar que Raúl nació en el interior, en un pueblito de la provincia de Chaco, cerca de Quitilipi, de allí sus rasgos mestizos de criollos con árabes, que acá se les dice “turcos”, tan comunes en aquella zona, donde no se habla en forma prepotente, a los gritos y cantando como el porteño, según opina Rita. Quizás por esta razón Raúl se lleva mejor con la uruguaya, que lo trata como al hijo que no tuvo y no lo incomoda con preguntas personales, tal como hace Inés. Es un muchacho muy pulcro, que apenas llega al trabajo deja impregnado el local con su perfume frutal inconfundible que al imponerse desactiva las costosas fragancias importadas de Rita y el agua de Colonia barata de Inés. Viste pantalones de colores vivos que sabe combinar con remeras muy amplias, en verano, o chaquetas de lana con botones de madera o cierre, cuando hace frío. Lleva un arete en la oreja izquierda y un par de anillos artesanales con piedras semipreciosas en los dedos de la mano derecha.
3
Desde que se establecieron en el nuevo local, tanto las socias como el empleado comenzaron a manifestar pequeñas molestias. Aunque los tres estaban convencidos de que todo estaba igual, ellos se sentían diferentes. No se hallaban. Como si algo les hubiera afectado el esquema corporal, no calculaban bien las distancias, cometían errores burdos, movimientos torpes, se desorientaban. Por ejemplo, dirigirse hacia la vidriera cuando tenían la intención de cerrar la puerta de calle, o situarse frente a la fotocopiadora cuando querían ir al baño. Una sensación angustiosa los acuciaba acompañada de un leve mareo después del desayuno, arcadas cuando regresaban de almorzar y una jaqueca terebrante, casi siempre por la tarde, apenas caía el sol, que se intensificaba los días nublados. Apelaron a los analgésicos de venta libre, cada vez en dosis mayores, además, sentían la necesidad de salir a la calle a tomar aire fresco, aun en invierno o con lluvia. Tenían conciencia de que las cosas no andaban bien, pero se lo atribuían al estrés a causa de la mudanza. Inés recordó que había un masajista chino en la calle Lautaro que también practicaba acupuntura por lo que decidieron ir los tres un sábado después de cerrar el local al mediodía. Después de no más de tres sesiones la mayoría de los síntomas cesaron.
Pero por la noche los tres padecían de pesadillas y trastornos cenestésicos que comentaban entre ellos apenas abrían el local en el horario del desayuno. Inés relató que, en dos oportunidades, durante la misma noche, tuvo la terrible sensación de caerse de la cama. Angustiada, llevó estos sueños a su análisis y el terapeuta le señaló que este fenómeno había sido investigado por Freud, quien lo vinculó con aspectos de la sexualidad infantil y el levantamiento de la represión durante el sueño, lo cual actualiza el flujo de los recuerdos. Le siguió una discusión entre las socias, porque la uruguaya tenía un fuerte rechazo hacia el psicoanálisis y su concepción pansexual, que no dejaba de expresar cada vez que la otra lo mencionaba. Decía no tener necesidad de contarle sus problemas a nadie, menos todavía a un desconocido al que, además, había que pagarle costosos honorarios para ser escuchada. Inés defendía la teoría freudiana con argumentos fundados ya que había cursado en la Facultad varias materias de Psicología, carrera que abandono cuando quedó embarazada de su hija mayor, y se esforzaba por explicarle de las bondades del análisis a su socia quien nada quería saber del tema. Pero como Rita sabía arremeter contra la teoría freudiana, esgrimía una posición ecléctica, mezcla de New Age y las neurociencias con aportes de Jung y la hipótesis de los dos cerebros, material que tomaba de los programas de un canal de cable de contenido esotérico y de los artículos de un prestigioso neurólogo mediático que publicaban en el diario del domingo. Inés apelaba a la jerga lacaniana y lanzaba frases incomprensibles para un lego pero que sonaban sustanciosas, ante las cuales la uruguaya utilizaba como defensa extrema el recurso infalible de cambiarle de tema: la interrumpía en forma abrupta para recordarle la mercadería faltante que habría que encargar, pero esta vez porque se dieron cuenta de que Raúl, a partir del relato de Inés, comenzó a mojar una medialuna en el café con leche al mismo tiempo que desviaba la mirada hacia la pared medianera, costumbre que se repetiría en forma maquinal de lunes a sábado. Ninguna de las socias comentó el asunto y actuaron, sin haberse puesto de acuerdo, con un silencio cómplice ante el cambio de conducta del joven, aunque ambas se quedaron preocupadas. A partir de ese incidente, apenas Rita observaba que Raúl ensopaba las facturas, daba por concluido el desayuno porque le daba asco y se ponía a revisar papeles, en especial las cuentas corrientes.
A partir de la mudanza, la clientela había mermado. Los vecinos se quejaban de cierto malestar y no poco desconcierto cuando pasaban frente al nuevo local, razón por la cual algunos optaban por cruzar la calle y caminar por la vereda de la sombra. Incluso aquéllos que no se habían percatado del cambio de orientación, sólo del eje horizontal en este caso, manifestaban un temor irracional, supersticioso, de pasar por la puerta y desviaban la mirada. Objetivamente, todo estaba dispuesto en forma idéntica como en el local anterior, pero nada más alejado de lo objetivo existe en el sujeto humano. No faltaban aquéllos que se persignaban al pasar por enfrente o los que comenzaron a apelar a recursos esotéricos. Como sucede con frecuencia, hay quienes se benefician ante las desgracias, en este caso la santería incrementó la venta de jabones, velas y demás artículos para neutralizar las malas ondas. Hasta se comentaba que un vecino no identificado colocaba papelitos escritos con el nombre de las dueñas de la librería en el freezer con la intención de hacerles daño.
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De los tres, Raúl resultó el más afectado. Mientras tomaba el café con leche de la manera descrita, sus síntomas aumentaron en forma ostensible durante los días subsiguientes. De pronto manifestó sentir una opresión en el pecho y la necesidad irrefrenable de salir a la calle. Las socias se mostraron comprensivas durante los primeros días, pero como Raúl se la pasaba en la calle y no cumplía con ninguna de las actividades a su cargo, que, si bien no eran necesarias por el momento debido a la falta de nuevos pedidos, las socias debían alternarse para atender al único cliente que se animaba a ingresar al negocio de vez en cuando.
La sensación angustiosa derivó en forma paulatina hacia una crisis de pánico. Sentado en el umbral del negocio, Raúl parecía desconsolado. Pálido en extremo, a menudo profería alaridos y rugidos como los de un animal confinado en una jaula, tal como se observaba en el Jardín Zoológico. Es más, con frecuencia se ponía de pie y caminaba varias veces de una punta a la otra de la vidriera con la mirada perdida. Un sudor frío le corría por el cuerpo y pronunciaba palabras incomprensibles, ya no monosilábicas, que intercalaba con sonidos no humanos. Las socias decidieron llamar a la Urgencia de la Obras Social, pero como ésta no estaba disponible para venir de inmediato, Rita llamó al SAME, para que enviaran una ambulancia municipal. No le consultaron a la madre del muchacho para no preocuparla, porque dado que a Raúl se le desencadenó un trastorno de pánico tras el fallecimiento de su padre y ella podía sobresaltarse, algo peligroso para una persona con una afección cardíaca. El médico a cargo sugirió trasladarlo de inmediato a la clínica psiquiátrica que le asignaba la Obra Social. En el intento de evaluar a las apuradas qué sería lo mejor para el empleado, luego de una breve discusión las socias llegaron a un acuerdo provisorio y accedieron a firmar el consentimiento.
En la guardia del loquero le tomaron el test de Rorschach, el de las manchas de tinta y, ante la serie de respuestas en espejo, de reflejos, inversiones y rotaciones, según informarían luego, concluyeron en un diagnóstico grave, de patología crónica, decidieron internarlo para comenzar ya mismo un tratamiento, entonces se comunicaron con Zulemina.
La medicación antipsicótica que le suministró el psiquiatra no tuvo el resultado esperado, por el contrario, le ocasionó un efecto paradojal. No habían pasado treinta minutos cuando Raúl comenzó a proferir largas frases incoherentes que parecían temas musicales, debido a la cadencia rítmica, el fraseo y a la voz impostada, imposibles de identificar. Llamaba Atir y Seni a sus empleadoras cuando fueron a visitarlo, saludaba en forma bizarra, “aloh” cuando alguien llegaba, y “soida” al despedirse. Zulemina lloraba en un rincón de la habitación y, mientras se enjugaba las lágrimas con un pañuelo de ñandutí, les contó que su hijo la llamaba Amam, una palabra árabe que significa “baño”, que reconoció porque a ella la criaron abuelos venidos del Líbano. Ella llegó acompañada por un sacerdote maronita que llevaba un másbaj, rosario oriental de cuentas de madera pintadas de negro, y rezaba en su idioma por la pronta recuperación del muchacho, según tradujo al castellano la madre del empleado.
A Raúl le dieron el alta antes de tiempo, más por haberse cumplido los tres meses que indica la ley de Salud Mental que por considerarlo restablecido. Resultaba obvio que allí necesitaban la cama. La práctica de una terapéutica combinada de psicofármacos, electrochoque y psicoterapia cognitiva apenas si logró confundirlo más que curarlo, amén de las demás técnicas ensayadas, tanto de las convencionales como de las alternativas, que engrosaron la factura para la Obra Social, cuyo auditor no reconocería por lo cual la librería tuvo que hacerse cargo de todos los gastos.
A partir de la externación, el tratamiento proseguiría en forma ambulatoria. Raúl se reintegró al trabajo, pero continuó expresándose en su idioma privado que espantaba a los escasos clientes que se animaban a ingresar al local. Por fortuna, uno de los psicólogos que lo asistía, el más joven, el licenciado Raúl Ariñaín, tocayo del paciente, descubrió que las palabras pertenecían todas a nuestro idioma, pero pronunciadas en forma invertida, de derecha a izquierda como en la escritura semítica. A él lo llamaba Luar. Explicó que, así como el nuevo local tenía alterado uno de los ejes respecto al anterior, el cerebro de Raúl, según el informe del neurólogo a quien interconsultaron y de acuerdo a lo observado en el mapeo cerebral, compensaba la falla perceptiva por medio del hemisferio derecho, menos racional que su adlátere. Además, conocida su ascendencia árabe, a los integrantes del equipo profesional les resultaba obvio que se trataba de una enfermedad de causa hereditaria, genética, con la cual debía aprender a convivir, es decir, a resignarse, mediante un programa de ejercicios cognitivos. Uno de ellos consistía en colocarle en cada mano un cubito de hielo cada vez que pronunciaba una palabra invertida para que asociara el malestar con el error cometido.
Rita aprovechó para señalarle a Inés que ella estaba en lo cierto, que la única cura disponible la proporciona la neurología y aprovechó para despotricar contra el psicoanálisis. La porteña consideró que la explicación de los médicos carecía de fundamento, porque no se ha demostrado en forma categórica que existen causas genéticas en las psicosis, es más le parecía una interpretación cargada de prejuicios y, más aún, racista, que amenazó con denunciar al Instituto Nacional contra la Discriminación, la Xenofobia y el Racismo (INADI) que antes de que el gobierno de Milei lo disolviera cumplía una función muy necesaria. Pero el ingreso de un cliente interrumpió la discusión. Ambas mujeres fingieron una sonrisa. Era el turno de Rita: ¿qué necesita, vecina? Inés aprovechó para tomar unos mates y en ese momento recordó que al día siguiente su socia cumpliría los años y qué mejor regalo que podía hacerle era alguno de los libros de un reconocido difusor del psicoanálisis que ella escuchaba por la radio.
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Amalia, una de las más fieles clientas, decidió consultar con el pastor del templo evangélico al que frecuentaba. Ella le contó a Inés que el ministro Ludovico Findling se había interesado en el problema de la librería y opinó que, dado que ambos locales estaban construidos a imagen y semejanza uno del otro, era imposible que fueran idénticos, porque de acuerdo con el texto original hebreo de la Biblia, señaló, en el Génesis, se utiliza la palabra tzelem, vocablo erróneamente vertido del hebreo al castellano en la Vulgata, una de las traducciones clásicas del Libro, como “a imagen y semejanza”. Findling decidió llevar la preocupación que se suscitaba en el barrio a la reunión ecuménica, donde se expresaron representantes de diferentes credos, y contó con la aprobación del rabino Benzion Kupferstock, un erudito que dominaba el hebreo bíblico además de la Cábala. En aquel encuentro, la intervención del monje budista Arjuna Agrathananda estuvo muy atinada al explicar que en este mundo todo es ilusorio, en sánscrito maya, compartida por Jidhu Brahmarupta, representante de los Hare Krishna. Sin embargo, el padre Manuel Echevarría, cura párroco de la Iglesia Nuestra Señora de las Esclavas Descalzas, cuestionó el nombre de la librería que le parecía blasfemo, pero al enterarse que el mismo le había sido dado por el abuelo materno de Inés, Casimiro Mirovski, un polaco, católico probo y que se refería al color rojo subido, no al milagro de la transubstanciación de la sangre en vino en la eucaristía, se desdijo; sin embargo, al enterarse de que no se había realizado una inauguración del local tal como corresponde de acuerdo al rito, se encolerizó. Vaticinó que hasta que la ceremonia de bendición del local no fuera cumplida, seguirían los problemas.
Pero Inés rechazó la propuesta, dado su exacerbado anticlericalismo. La uruguaya, ferviente creyente, aunque prefería la bendición del pastor aceptó que fuera el padre Manuel el que oficiara la ceremonia, y el asunto desencadenó discusiones acaloradas sobre temas religiosos que pusieron en riesgo la continuidad de la sociedad. La porteña lanzó una sentencia contundente: las religiones sólo sirven para separar a la gente. Rita respondió con un “no” rotundo, monosílabo emitido varios decibeles más alto que la frase de su socia y le recordó que ella había propuesto una inauguración apenas iniciada la sociedad que su socia no había aceptado. Inés fingió no recordarlo y ensayó algunas interpretaciones del psicoanálisis francés que exacerbaron más a Rita, porque, al no co prenderlas, le parecieron no tanto sacrílegas como ofensivas.
Los sucesos ocurridos en la librería repercutieron en forma de preocupación entre los vecinos que, solidarios en su mayoría, comenzaron a aportar ideas en favor de ayudar a elucidar los fenómenos que, a partir de la intervención de aquella devota evangelista, pasaron a considerarse problemas comunitarios. Si bien Rita había estudiado en las Academias Pitman para secretaria comercial e Inés cursado algunas materias introductorias de Psicología, ninguna de las dos, como tampoco Raúl, que se preparaba para rendir examen para las cinco asignaturas que adeudaba de la secundaria, estaban capacitados para comprender la serie de propuestas y explicaciones que vendrían con el objeto de solucionar los problemas, de los diferentes saberes de la religión, la ciencia, la filosofía. Mientras que el empleado estaba más atento a sus propios padecimientos que a lo que ocurría a su alrededor, a causa de los conflictos ideológicos entre las mujeres que se habían agravado, se vivía un clima de tensión constante. Inés, citaba a Marx, quien sostenía que el problema real y objetivo “en última instancia tiene una base económica”. Entonces, ante los ataques furiosos de religiosidad de la uruguaya, apelaba a la archiconocida frase que se le atribuye al creador del materialismo dialéctico “La religión es el opio de los pueblos”.
Margarita, antigua clienta de La hoja encarnada, se puso a conversar en la fila del banco con una mujer que resultó ser psicopedagoga, a quien le contó la situación de la librería. La profesional sostuvo que sin duda se trataba de un problema de inteligencia, una discapacidad que tenía su causa en la falta de la función lógica de la reversibilidad operatoria estudiada por Piaget. La licenciada Patricia Bevilaqua le extendió su tarjeta y propuso un tratamiento para las socias y el empleado, estaba dispuesta a asistir a los tres en su consultorio particular con honorarios institucionales o por canje de mercadería.
Un caballero de aspecto severo, que dijo ser doctor en química, que se encontraba dos personas más atrás en la fila, intervino para rebatirle a la educadora, apoyado en un título mayor, y explicarle a Margarita que lo que ocurría en la librería era un caso común de isomería, es decir, cuando dos o más cuerpos, con igual composición química, se agrupan en el espacio en forma espejada tienen distintas propiedades. Comentó que Pasteur fue quien descubrió que las sustancias producto de de una combinación química, cuando se orientan hacia la izquierda (levógiro) o hacia la derecha (dextrógiro) no posee idénticas propiedades y que muchas veces, a pesar de parecer idénticas sustancias, las invertidas pueden causar efectos tóxicos sobre quien las ingiere, tal como ocurre, por ejemplo, con el azúcar. La hipótesis planteada por el químico se sostenía en el hecho de que la alineación de los elementos presentes en el local nuevo producía alteraciones tóxicas que debían tratarse con ayuda de la ciencia La idea fue aprobada desde el final de la fila por un terapeuta gestáltico quien, mientras aplaudía al químico, expresaba que “el todo es más que la suma de las partes”. Cuando finalizó el trámite bancario, la psicopedagoga saludó al doctor, pero no al terapeuta, y expresó que deberían tomarles un test de Bender a las tres personas que trabajan en la librería porque, según su punto de vista, de seguro mostrarían rotaciones en los dibujos en algunas de sus figuras. Además, relacionó la atinada observación del químico con la hipótesis freudiana de la toxicidad de la libido estancada y sus consecuencias vinculada con la posición Glischro-cárica en las enfermedades psicosomáticas, pero ya era la hora de cierre y los cajeros del banco liquidaron en cinco minutos a los cuarenta clientes por lo que se dio por finalizado el improvisado congreso.
Enterado un psicoanalista lacaniano que tenía el consultorio en el mismo edificio de la librería, a quien un paciente, comprador ocasional, había traído a sesión lo que sucedía, se ofreció a colaborar con las socias. Luego de explicarles el Estadio del Espejo, el doctor Marcelino Balbo ensayó una serie de trucos de magia basados en la ilusión del ramillete y otros con nudos, pero a pesar del esfuerzo no logró convencer a ninguna de las socias.
En cambio, consultada la doctora S. K., que vivía en el edificio de enfrente, médica del trabajo, asignó el diagnóstico a una enfermedad profesional no listada en el Sistema de Riesgos del Trabajo que, claramente, cumplía la misma con sus cuatro criterios: existía un agente (“debe existir un agente en el ambiente de trabajo que por sus propiedades puede producir un daño a la salud. el agente pueden ser las condiciones o características del trabajo”), cuadro clínico/enfermedad (“debe haber una enfermedad claramente definida en todos sus elementos clínicos anatomo-patológicos y terapéuticos, o un daño al organismo del trabajador expuesto a los agentes o condiciones señalados”) exposición y actividades en capacidad de determinar la enfermedad profesional (“debe demostrarse que el trabajador afectado estuvo expuesto al agente o condiciones de trabajo nocivas que fueron capaces de provocar daño a su salud”) y causalidad (“deben existir pruebas de orden clínico, patológico, experimental o epidemiológico que permitan establecer una sensación de causa-efecto, entre la patología definida y la presencia en el trabajo”) sugirió contratar un bufete de abogados laboralistas para iniciar el reclamo judicial mediante una petición fundada.
6
Recordaron las dos mujeres que el psicólogo Raúl Ariñaín les había comentado que el empleado utiliza palabras y frases que se leen igual de izquierda a derecha, que de derecha a izquierda llamadas palíndromos, que ellas pudieron confirmar luego de prestarle especial atención. Pocos días después el muchacho cumplió los años, Rita e Inés le regalaron el libro Karcino (Tratado de palindromía) de Juan Filloy, escritor argentino que vivió 105 años quien se jactaba de ser el Campeón Mundial de Palíndromos. El empleado quedó fascinado con aquel texto y se aprendió algunas frases de memoria. Es más, cada vez que ingresaba un cliente o un proveedor el muchacho lo recibía con una de esas oraciones palindrómicas que sonaban extrañas al oyente inadvertido. La situación más curiosa sucedió con el dueño del supermercado chino que se había abierto a la vuelta dos semanas atrás cuando vino a comprar tiza:
–Buen día, amigo.
–»Isaac, iré mal a tal América así».
–¿Tene lapicela?
–¿Acaso hubo buhos acá?
–No entende.
Ese dialogo surrealista comenzó a desesperar al chino. Por fortuna llegó Rita, que regresaba del almuerzo, y se hizo cargo del cliente. A partir de ese momento, Lin Yin Yong sólo ingresaba a la librería cuando desde la vidriera se cercioraba de que Raúl no estaba presente.
Después de ocho meses de tratamiento ambulatorio, el empleado, que ahora se había obstinado en hacerse llamar Luar, se mostró recuperado y, aunque no restituida su salud mental en forma total, los médicos, sin cambiar de diagnóstico, decidieron darle el alta definitiva.
Pedro Vázquez, el proveedor de papel, se había graduado de licenciado en Filosofía, pero jamás ejerció la profesión y se dedicaba de lleno al comercio. Cuincuentón, encanecido en forma prematura, aún asomaban en su abundante cabellera signos de cuando era pelirrojo. Como asumido hegeliano, al enterarse del problema quiso darles a sus clientas un aporte filosófico y les explicó a las socias que le resultaba pertinente establecer una analogía de la situación coyuntural con ayuda de la lógica dialéctica. Si el primer local era la tesis (afirmación), el segundo, por lo tanto, su antítesis (negación), entonces se requería de una síntesis (negación de la negación) que consistía en volver a mudarse, claro que esto significaría un cambio parcial, debido a que el Fin de la Historia de este comercio, su teleología, vendría cuando, después de muchos cambios raizales y saltos dialécticos, la librería se convertiría en universal, totalizadora, globalizada, y virtual, de acuerdo con el espíritu de la época, y devendría en un sitio ideal en la Internet, su consumación como hiperlibrería. Como primera medida, sugirió arrendar el local antiguo y conformar un todo con las dos mitades, no sin antes recordarle la máxima que reza: “en la naturaleza no existe la simetría”.
Muy atinada les resultó la intervención de Pedro, pero las socias, recién mudadas, no estaban en condiciones económicas de realizar nuevos cambios, al menos en lo inmediato, a pesar de la vehemencia con que él intentaba persuadirlas de que esa era la única solución.
Por otra parte, poco entendían de la terminología utilizada por los diferentes profesionales que aportaban sus ideas en forma generosa. Es más, tantas explicaciones diferentes más que aclararles las cosas, las confundían, y nada les aportaban siquiera para tranquilizarlas. Rodrigo, el novio de Rita, le sugirió para preservarse no escuchar ninguna de las propuestas de los vecinos ni de los proveedores, y responder a todo con la frase “puede ser”, como hacen los mormones, y cambiar de tema. Por el contrario, Cacho, el marido de Inés, era partidario de analizar con detenimiento cada una de las propuestas concretas con el objeto de ponerle fin a tan acuciante situación que, en lo personal, afectaba la relación amorosa con su pareja, que en verdad era lo único que le preocupaba.
Una conducta inesperada fue la del juguetero Enrique Acerboni, que se negó a ingresar al local. Hombre supersticioso, fanático de las cábalas, tras el aspecto simpático y bonachón que lo caracterizaba, apareció al desnudo su personalidad obsesiva-compulsiva. Este señor tenía una serie de rituales y varios tics que resultaron ser formas elaboradas de ceremoniales neuróticos. Movía los ojos, los labios, el cuello, las manos, zapateaba, se encogía, en forma clónica y solía realizar unos pasos extraños cuando atravesaba la puerta del local luego de tocar varias veces la manija alternando las manos. Después le confesaría a Inés que se había impresionado al advertir el cambio, ya que tenía estudiado al detalle todo lo concerniente al local. Cada vez que venía, antes de ingresar se veía compelido a tocar dos veces con la mano izquierda el costado derecho de la manija y contaba hasta tres; repetía la acción a la inversa con la derecha; tomaba y soltaba la manija y ejecutaba la serie completa de tics de acuerdo a un orden riguroso, conducta que para él tenía una significación precisa, como cada uno de los movimientos, involuntarios en apariencia. Ahora, al no poder realizar los rituales en la forma debía, se veía perdido. Resurgían en su mente entonces aquellas imágenes desesperantes que mediante los actos ceremoniales trataba de palear, como le contaría después a Inés, escenas imaginarias pero muy vívidas donde estaban en riesgo la vida de su madre y la de su hermana menor. Inés logró tranquilizarlo, aunque, claro que no del todo, mostrándose comprensiva. Le vino a la memoria que en la Facultad un profesor había relatado el caso clínico de un paciente que padecía de síntomas semejantes a los de Enrique que conformaban un síndrome bautizado con un nombre muy extraño. Logró convencerlo, tomándolo de la mano de pasar a la habituación del fondo donde le sirvió una taza de café con leche, rechazó el mate porque no compartía la bombilla con nadie debido a que le daba asco y, más todavía, temor al contagio.
Este episodio causó una impresión negativa en Raúl, quien al escuchar parte de la conversación cuando se entreabrió la puerta, comenzó a hablar en forma muy acelerada en la lengua invertida que apareció con la crisis y que parecía ya haberlo atenuado, salió a la calle, se sentó en el umbral y recitó otra frase capicúa de Filloy:
–“Oirán a Cronet, tenor canario”
Por fortuna, pasaba en ese momento una señora mayor que vivía en el edificio de la esquina, aficionada a la brujería que, al ver al muchacho ensimismado, ingresó al local y le pidió a Rita pasar al cuartito del fondo para conversar a solas con Raúl. La uruguaya le respondió que en ese momento la piecita no estaba disponible. Pero como desde el interior de la misma se escuchaba lo que hablaban, Inés le propuso a Enrique continuar la charla en el bar de la vuelta, él aceptó, y le cedió el espacio a la vecina.
La señora Emilce Piñeiro de Pepe conocía al empleado desde adolescente, le había realizado algunos “trabajos” a doña Zulemina cuando se puso de novia con Evaristo Pinet, el dueño de la mercería de la calle Bonorino, luego de diez años de estricta continencia. Cuando faltaban menos de dos meses para celebrarse la boda, la madre de Raúl comenzó a celar a su nueva pareja, luego de sorprenderlo con la mano aferrada a uno de los senos, se dice que el izquierdo, de Verónica, la hija menor de Mirta, la vecina del 4º C del mismo edificio donde vivía Zulemina. El hecho fue considerado grave, aunque de lo que se acusaba a don Evaristo eran sólo gajes de su oficio, tratándose de un hombre ducho para medir a ojillo la taza del corpiño, el agravante era que se sabía que le atraían las niñas que se hacían señoritas. El “trabajo” acometido por Emilce dio un resultado inmediato: el dueño de la mercería falleció a los pocos días de un paro cardiorrespiratorio, según el acta de defunción, mientras buscaba en el estante un conjunto de lingerie muy sexy que, según se cuenta, trajo de su local para regalárselo a dicha jovencita, o tal vez a otra. Pero se murmuraba en el barrio que en verdad el hombre había sido envenenado, y la sospechosa principal era su futura esposa, pero nunca se sabrá la verdad dado que no se realizó una autopsia gracias a los contactos de la bruja con la Policía. A partir de entonces, Emilce se ocupó de los empachos de Raúl, de los males de ojo y de los estragos producidos por la envidia por medio de los métodos tradicionales, todos aprendidos en su Galicia natal. Raúl ya no se desprendió jamás de la cinta roja atada a la muñeca a modo de pulsera. Le tiraba del cuerito, le medía la zona afectada con una cinta y le rezaba tantos padrenuestros como centímetros tenía de largo, sumada a la medida del antebrazo, o evaluaba la envidia por los dibujos circulares que forman las gotas de aceite en un plato sopero con agua. Y cuando luego de los veinte días comenzaron a suceder extraños fenómenos en el pequeño departamento de los vecinos del 4º C, los padres de Verónica consultaron a la bruja. Se escuchaban sonidos que parecían llantos en el interior de los placares, chirriaban los herrajes de las puertas y ventanas y de tanto en tanto se oían gritos que provenían de las habitaciones vacías. Para ellos era evidente que las producía el alma del muerto.
La señora Pirucha, sobrenombre de Emilce, por fortuna podía contar con la ayuda de su actual marido, persona poco conocida en el barrio por su inhabitual horario de trabajo, que para aquella época comenzó a despertarse al mediodía a causa de frecuentes calambres en la pantorrilla, de seguro a causa del cigarrillo. Como era espiritista, egresado de la Escuela Científica Basilio, donde su maestro había descubierto que, mientras dormía, tenía la capacidad de entrar en trance, en estado de médium y conectarse con los espíritus, renunció a, su trabajo de ayudante de pastelero para dedicarse a su nuevo oficio que, entre otros beneficios, le permitía trabajar mientras dormía.
Armando Piroveau se convirtió en un adicto al trabajo, razón por la cual era difícil encontrarlo despierto. La mujer tuvo que tomarse paciencia para contarle el caso, pero encontró la oportunidad cuando a la semana siguiente su marido comenzó a levantarse varias veces durante la mañana para ir al cuarto de baño aquejado por incipientes problemas prostáticos. Apenas informado, Armando se echó a dormir en el sofá que tenían en el living y así pudo descubrir que el causante de los chirridos emitidos por los herrajes de los antiguos muebles de madera era el espíritu de Evaristo que no descansaba en paz. Detectado el problema, le indicó a su mujer cómo curar la casa por medio de sahumerios, velas olorosas, oraciones, la quema de plumas de un gallo negro y del corazón de una rana, luego de baldear los cielorrasos, pero ninguno aceptó su sugerencia de realizar un lavado de sangre a los miembros de la familia conviviente, en este caso madre e hijo, y conminar así al alma en pena a regresar a su reposo eterno. Así consiguió Emilce que “la paz volviera a reinar en aquel departamento”, según sus palabras.
La bruja y Raúl estuvieron encerrados en el cuartito alrededor de una hora. Como era esperable, la uruguaya actuó con discreción y nada le preguntó al joven sobre lo que conversaron. Mucho después se enteraría por boca de Raúl que Emilce le había explicado la causa de sus males: él estaba pagando por pecados cometidos en una vida anterior. La bruja le prometió que lo ayudaría a liberarlo del karma que pesaba sobre su persona. En concordancia con lo que se había mencionado acerca de la lengua escrita de derecha a izquierda, su esposo había descubierto que un árabe, camellero de Mosul, cuya alma había reencarnado en el muchacho, debía penar por haber cometido una falta terrible contra la naturaleza, expresó sin explicitar la oscura frase, y por eso sufría él aquella condena que consistía en un descenso de categoría álmica más la consiguiente reencarnación en un cuerpo diestro siendo él zurdo. La mujer logró tranquilizar al joven prometiéndole proveerlo de un talismán muy poderoso que le proporcionaría un alivio inmediato. consiguiente reencarnación en un cuerpo diestro siendo él zurdo. La dolencia estuvo latente durante dos décadas hasta que el cuadro se descompensó al modificarse la configuración del espacio tras la mudanza.
Antes de retirarse le propuso a Rita realizar algunos “trabajos” para curar el local:
–Convérsalo con tu socia. Regresaré el domingo por la mañana…
–No creo que Inés acceda a su propuesta, vecina.
–Es que yo no les cobraré por mi “trabajo”. Lo hago porque me gusta ayudar a la gente. Sólo me llevaría alguna mercadería como pago simbólico por mis servicios…
–No, no se trata de eso, vecina. Es que mi socia es una descreída.
–¡Por todos los demonios! Mira que eso es pecado. De todas formas, trata de persuadirla, no me cabe duda que podrás hacerlo, veo en tu mirada que cuentas con la energía necesaria para hacerle cambiar de opinión.
–No me será fácil, vecina, ella ni siquiera me permite colocar una estampita de San Cayetano con una espiga de trigo en la puerta de entrada del local. Y usted sabe que eso resulta infalible para incrementar el trabajo, o una mezuzá o un hamsa para proteger el lugar.
–Ya lo creo, niña. Pero es que tengo algo más efectivo que una estampita para ustedes. Convéncela, niña. Nos veremos el domingo. Yo haré una ceremonia de exorcismo para la cual utilizaré mis preparados secretos, condición indispensable para que el local, una vez eliminado el daño que traba el camino, quedará liberado de la envidia, madre de todos los males. Nos vemos el domingo a las 10 de la mañana, niña.
7
Inés todavía no había regresado. Rita estaba furiosa, porque hacía rato que deseaba salir a fumar un cigarrillo. Caminaba, nerviosa, con el encendedor en la mano. Mientras esperaba, se quejaba de la prohibición de fumar en los espacios cerrados que consideraba una injusticia. Entonces se envalentonó. Ahora, se dijo a sí misma, voy a exigirle a mi socia que acepte las propuestas de Emilce. Además, el día anterior un cliente le había explicado en la calle, mientras ella disfrutaba de su cigarrillo, acerca de los beneficios de realizar una consulta con un especialista en feng shui, para que les ayude a distribuir las instalaciones y la mercadería en forma armónica de acuerdo a criterios naturales. Ahora estaba convencida que no había que descartar ningún método, por extraño que pareciera, era cuestión de dejar de lado todos los prejuicios, colocarlos en un vaso de agua, como hacen los viejos con la dentadura postiza.
Mientras tanto, en el bar, Inés le preguntó a Enrique si había consultado con un psicoanalista y, ante la respuesta negativa, le ofreció facilitarle los datos de su propio terapeuta. El juguetero accedió no sin antes confesarle que de joven se había analizado con una mujer de la cual se enamoró y que, al advertirlo ella, lo derivó a un colega varón con el cual jamás se puso en contacto. Tenía entonces 19 años y a partir de este incidente le vinieron a la mente fantasías eróticas y agresivas vinculadas con aquella mujer y la idea de que en el caso que las pudiera consumar morirían su madre, su hermana o ambas. Para alejar esos pensamientos que lo atormentaban, comenzó a ensayar una serie de rituales, pero entraba en constantes dudas si los mismos se habían vehiculizado de la manera correcta. Como recurso para paliar las cavilaciones que lo carcomían, comenzó a realizar movimientos en diferentes partes del cuerpo que con el tiempo se ligaron con significados precisos. Por último, apeló al grito, a veces a un sonido gutural semejante a un ladrido y, en otras oportunidades, a proferir una mala palabra o un insulto. Apenas terminó de descargar sus penas, se sintió compelido a realizar todos los rituales y tics descritos, le explicó a la porteña preocupado que creía que ahora no le iban a ser efectivos por el hecho de haberle develado su secreto.
–Entonces los tics no son movimientos incontrolados e involuntarios como dicen.
–Oficialmente, no.
–¿…?
–Padezco de una enfermedad genética, según me explicó el neurólogo. De manera que, si trato de controlar los movimientos, en apariencia reflejos, y lo logro mediante rituales, los médicos están convencidos de que eso es imposible.
–Pero por lo que me contaste, los tics y todos esos movimientos extraños que te ves compelido a realizar son para liberarte de feos pensamientos…
Inés bajó la vista y bebió el último sorbo del pocillo de café que ya estaba helado. Luego de haber ejecutado el ceremonial completo, Enrique se quedó en silencio para retomar el hilo del discurso con una nueva confesión. Inés quedó impactada cuando el proveedor de juguetes le contó que estaba enamorado de Rita…
Inés dejó su mente en blanco y recordó de pronto que el cuadro de Enrique había sido descrito por un noble francés, Gilles de la Tourette, discípulo de Charcot y compañero de Freud en el Hospital de La Sâlpetrière, en Paris. Este médico se dedicó a estudiar en su castillo a personas que padecían de tics hasta describir el síndrome que hoy lleva su nombre. Se despidió del juguetero con un beso en lugar de darle la mano como de costumbre, pero se avergonzó al admitirse a sí misma que se sentía celosa que este joven apuesto prefería a su socia que a ella. Habían pasado dos horas y se las iba a tener que ver ahora con Rita, a quien no le contaría nada de lo conversado con Enrique.
A los pocos minutos de haberse retirado Emilce, ingresaron al local dos personas que resultaron ser uno ingeniero y agrimensor el otro, que traían en una carpeta planos de campos para fotocopiar. Casi al mismo tiempo regresó Raúl, quien había acompañado a la bruja hasta su casa. Rita le pidió que atendiera a los clientes y salió a la puerta desesperada por fumar. Mientras acomodaba las hojas en la máquina grande, el empleado reconoció al ingeniero. Este había sido un compañero de la escuela primaria de su finado padre. El hombre se alegró cuando el empleado se dio a conocer y el cliente lo observó en forma atenta, sorprendido del parecido con su camarada de infancia. Le preguntó por su madre y luego quiso enterarse de sus proyectos. El muchacho prefirió contarle acerca del tema que lo tenía tan mal. Ambos hombres prestaron atención al relato de Raúl, que se esforzó con éxito no invertir las palabras. Enterados del asunto, el primero le sugirió al segundo que era necesario realizar la medición del local. El agrimensor expresó su acuerdo, pero que antes de volver con sus instrumentos quería ver los planos del terreno como los de la construcción. Ni bien Rita volvió a ingresar al local, Raúl les presentó a los dos individuos quienes reiteraron la propuesta. La uruguaya se comunicó de inmediato por teléfono con el administrador del edificio, que vivía a pocas cuadras, quien no tardaría en venir, preocupado porque sabía que existía una rajadura muy profunda en los cimientos, defecto de construcción que tenía en secreto, y pensó que había sido descubierta cuando la uruguaya le dijo que estaban con un ingeniero. Trajo la liquidación de las expensas y dijo no tener a mano los documentos requeridos, y solicitó un tiempo para buscarlos. Los dos hombres ingeniero estudiaron el papel y encontraron una diferencia ínfima entre los locales que se reflejaban en los 5 centavos menos en la liquidación de las expensas, de acuerdo al porcentual que, de todas formas, luego se redondeaba. Enterado el administrador del asunto, se tranquilizó para retirarse excusándose estar muy ocupado. Los dos hombres quedaron en regresar en la semana. Tras entregarles Raúl las copias, se despidieron en forma cariñosa.
Cuando Inés ingresó a la librería, su socia, lejos de mostrar enojo parecía contenta. Rita estaba entusiasmada con la intervención de los profesionales y se le había pasado la bronca. Le refirió a la porteña lo que había ocurrido durante su ausencia. Si bien se había aclarado un problema nada menor para ellas, que los locales mellizos no eran idénticos, ahora faltaba evaluar entre las socias los diferentes procedimientos ofrecidos para solucionar los problemas que ocasionó la mudanza.
Luego de una breve discusión, ambas mujeres se pusieron de acuerdo en que no tenía sentido realizar la medición del inmueble ni los trabajos esotéricos, porque con saber que no eran idénticos era suficiente. Inés se esforzó en explicarle en forma racional, esta vez sin apelar al psicoanálisis que, más allá de no creer en brujerías, consideraba que no estaban en condiciones anímicas para soportar la curación que practicaría Emilce, por varios motivos. El local se llenaría de humo, la mercadería quedaría impregnada de olor a sahumerio y todo eso afectaría en forma negativa a la imagen de la firma. Las prioridades eran recuperar la clientela, ayudar al empleado a curarse y adaptarse mentalmente al nuevo espacio. Con respecto al feng shui, Inés le explicó a la uruguaya que, en el caso de aceptar las indicaciones de redistribución de los elementos del local, deberían cerrar el establecimiento por un tiempo, volver a pintar las paredes de acuerdo al canon de la armonía oriental, adquirir una serie de adminículos acordes a los principios de esa disciplina, lo cual implicaba un gasto que no estaban en condiciones de efectuar. Además, deberían reordenar los estantes y, en síntesis, convertirían al negocio en algo contrario a lo que establecen las reglas del Marketing.
Aunque ya sabía que los locales no eran idénticos, Inés no descartó su ocurrencia de consultar con Enrique, el proveedor de juguetes, especialista en lo nimio, que de seguro tendría estudiado al detalle el embaldosado con el objeto de poder realizar sus ceremoniales, así tendrían más elementos sobre las diferencias entre los locales. Ese mismo día Enrique les trajo unos juguetes muy promocionados por la televisión para propiciar el regreso de la clientela. Dijo estar apurado y desde la calle pidió que se aproximara Rita para ayudarle a bajar los paquetes, pero Inés se opuso y salió ella al encuentro del juguetero. Enrique estaba ocupado en desplegar su repertorio de ceremoniales luego de exhibir la amplia gama de tics, más tres o cuatro nuevos que había agregado, preparándose para ver a su amada. Interrogado por la mujer, luego de quince minutos de espera sin interrumpirlo en la ejecución de sus ceremoniales, Enrique le explicó acerca las diferencias en los cortes de las baldosas entre uno y otro local. Él llevaba un registro de todas, porque las había contado, incluso sabía cuántas pertenecían a cada serie, porque no eran idénticas como se suponía, ni siquiera de la misma partida. Inés consideró que con estos datos quedaba clausurado el tema.
8
Durante los primeros diez meses, las socias de la librería La hoja encarnada sufrieron una serie de contrariedades, pero lo que más les preocupaba era la imposibilidad de adaptarse al nuevo local. Los trastornos en el esquema corporal se agudizaban durante los días calurosos, en especial cuando la humedad superaba el cincuenta por ciento, las paredes sudaban y el pavimento parecía encerado.
Ya no se desesperaban cuando Raúl se descompensaba. Se habían habituado a llamar a la Obra Social, que respondía a la urgencia de acuerdo a sus posibilidades en forma poco eficiente. Por fortuna, las internaciones eran cada vez más breves y espaciadas.
A pesar de las ofertas con las que intentaron tentar a los clientes, los ingresos del negocio apenas si alcanzaban para cubrir los gastos fijos. Era cuestión de resistir, de pelearla. Más allá de las diferencias, las socias eran leales y se complementaban.
Inés le comentó a su socia que habría que atraer a los estudiantes universitarios, grandes consumidores de fotocopias. La uruguaya propuso imprimir volantes para promocionar la duplicación de libros a un precio especial, mucho más bajo que el ofrecido por el Centro de Estudiantes, para ser repartidos en la puerta de las facultades de la zona: Filosofía y Letras, Ciencias Sociales y Agronomía y Veterinaria. Y agregó:
–Se trata de tener ofertas masivas. Podemos agregar algunos rubros, porque mientras esperan por las copias, los clientes tendrán tiempo para observar la mercadería.
–Podemos traer golosinas, colocar un teléfono público…
–Y una estafeta postal.
–Venta de pasajes.
–Cobro de impuestos y servicios.
–Recepción de paquetería.
Mientras iniciaron los trámites para instrumentar algunos de los nuevos proyectos, el reparto de los volantes no tuvo el éxito esperado. Es cierto que venían algunos alumnos, pero no los suficientes.
Una mañana lluviosa llegó a la librería una estudiante de Letras. Vino a fotocopiar un libro agotado, bibliografía obligatoria para una materia de la Facultad, que le había prestado un compañero: el Tratado del Espejo de Ike Inemak *.
Era una mujer muy bonita de unos veinticinco años que vestía jeans, una blusa floreada, botas altas y llevaba un gorro de lana. Como Rita había salido a fumar, la atendió Inés, que tiene la costumbre de espiar lo que la gente traía para duplicar. No tardó en darse cuenta de que aquel libro tenía algo que ver con el psicoanálisis, y se lo comentó a la estudiante. Sorprendida, la clienta le explicó que era una obra agotada donde el autor estudiaba el fenómeno del reflejo y de los materiales reflectantes a través de una lectura diagonal por los diferentes saberes. La porteña, que no comprendió del todo la respuesta, sintió curiosidad por el texto y le pidió permiso para hacerse de una copia que la muchacha aceptó.
Mientras hacía la copia, la socia, que había terminado el cigarrillo, se quedó en la puerta con Raúl que acababa de llegar. Entonces Inés se puso a charlar con Ella, que así se llamaba la estudiante. Ambas simpatizaron de inmediato y entraron en confianza. Inés le contó que había estudiado Psicología cuando la carrera se dictaba en la Facultad de Filosofía y Letras. Le brotaron una serie de anécdotas curiosas que Ella festejaba, hasta que se le presentó el recuerdo muy vívido de la época terrible del Proceso, cuando desaparecían profesores y compañeros, tema que no podía conversar con Rita quien sentía admiración por los uniformados, quizás porque su abuelo materno había sido coronel del ejército del Uruguay. Cuando quedó embarazada de Priscila decidió abandonar los estudios porque tenía mucho miedo, hasta el punto de destruir sus agendas telefónicas y jamás volvió a tener contacto con las personas que frecuentaba hasta entonces. Al sentir que renacía en ella la época de estudiante, que estaba frente a un par, se lamentó de haber quedado truncada la época de las grandes utopías, cuando valía la pena intentar cambiar el mundo y liberarlo de injusticias. De repente volvió a tener veinte años por un instante.
Cuando Rita abrió la puerta le pareció escuchar algunas palabras de la jerga universitaria que tanto le irritaban, por lo que decidió quedarse en la calle y fumar otro cigarrillo.
Inés le contó su historia y la conversación derivó en los problemas actuales. En el calor de la charla, le explicó de manera detallada lo que ocurría en el local desde que se mudaron. Atenta al relato, la muchacha le sugirió realizar una consulta con el profesor Loider, discípulo del renombrado tratadista Inemak. Inés accedió.
–Mi socia y yo estamos abiertas a recibir ayuda.
–Al profe le va a interesar mucho lo que me has contado y de seguro encontrará una solución para el problema que las aflige. Lo que busca él en realidad es material para sus novelas.
A la semana siguiente, Ella regresó al local acompañada por el profesor Loider, docente titular del seminario de Paleolitearatura, materia optativa que Ella cursaba en ese cuatrimestre. Después de observar al detalle por casi dos horas el local y su mellizo, Loider propuso la solución definitiva: cubrir la pared medianera con un espejo.
Apenas se retiraron, las socias se pusieron a debatir la nueva propuesta. Luego de una acalorada discusión, Inés logró persuadir a Rita de probar, hacer el último intento. Compadecido con las socias, el dueño de la vidriería de la esquina decidió renunciar a sus ganancias, le vendió el espejo al costo y se negó a cobrarles la instalación.
En el instante que fijaron el gran espejo a la pared, las cosas se acomodaron de inmediato en la mente de socias, empleado y vecinos. Sobre el espejo se reflejaba la imagen del local anterior. Los clientes, que siguieron de cerca la colocación del espejo, comenzaron a ingresar a la librería, pero se ubicaban de espaldas al mostrador detrás del cual estaban las vendedoras. Los cambios se sucedieron de manera repentina. Raúl, aunque seguía con los palíndromos, en pocos días volvió a ser casi el mismo de antes de la mudanza, al tiempo que la clientela se duplicaba como el local en el espejo. Por fin Inés y Rita habían aprendido a aceptar las diferencias personales, a respetarse. En un gesto de cariño, la porteña le propuso a Inés realizar la inauguración del negocio. Rita aceptó emocionada.
El martes siguiente por la noche, el padre Miguel bendijo el local. Pocas horas antes repartieron quinientos números de un talonario entre los vecinos para el sorteo que se realizó luego de la intervención del cura. El local parecía ahora más grande, como si se hubiera integrado con el antiguo y, sumado al reflejo, las dos mitades conformaban una totalidad.
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