KALIM, EL GEOMÁNTICO

Por José Ezequiel Kameniecki (*)

Durante más de veinte años me dediqué al arte del bordado. Mi tienda solía ser frecuentada por notables comerciantes que transportan en caravanas géneros suntuosos desde lejanas y exóticas tierras a través de la Ruta de la Seda, o en naves a través del desierto líquido, para abastecer a los palacios y harenes de los opulentos y poderosos.
Debo la fama a mi padre Ibrahim, quien me transmitió con severa dulzura el oficio, una variada gama de técnicas que aprendió de su progenitor, mi abuelo Yafar (¡qué ambos descansen en el séptimo cielo!), junto con las reglas de la honestidad tal como están asentadas en el Libro. Mi bisabuelo pertenecía a una familia originaria del sur de Yemen, cuna de la reina de Saba, que no admitía el vicio del regateo como se acostumbra aquí en Bagdad. Uno de sus méritos, a sabiendas de que nadie lo superaba en su arte, fue haber logrado imponer como norma negarse a discutir el precio que pedía por su trabajo, principio que yo mantuve como regla.
Era feliz y, aunque no rico, Alá me permitía gozar de la vida disipada de soltero, no exenta de austeridad. Considerado un buen partido, era asediado en forma permanente por las viejas casamenteras, que solían acosarme en mi tienda en el zoco para ofrecerme mujeres con dotes seductoras o bellezas incomparables que rechazaba a causa de mi timidez. A los veintiocho años, no me sentía apto para la vida conyugal. Dado que mi experiencia con mujeres era nula, creía que lo mejor era disfrutar de la vida solitaria, prefería deleitarme con ricas golosinas, el único placer que me permitía, pero nunca con exceso.
Hijo único, huérfano de madre a los cuatro años, cuando falleció mi padre a los veinte, quedé solo. Reservado en extremo, me había criado entre adultos, no tenía amigos, quizás porque mis vecinos me evitaban por mi condición de descendiente de extranjeros sabeos que en la antigüedad adoraban a ídolos, o tal vez a causa de mi pudor, no lo sé. Dedicado al trabajo, no me quedaba tiempo para el ocio, mi timidez disfrazada de formalidad apenas me autorizaba al trato cordial, respetuoso pero distante con mis clientes, a quienes escuchaba con atención y, dotado de una memoria prodigiosa, retenía sus historias, sus aventuras, mi única fuente de información acerca de lo que ocurría en el mundo. Eso sí, no dejaba de saludar a los comerciantes del zoco, en especial a los de las tiendas aledañas. A los demás los conocía, claro, pero de vista, porque apenas el minarete anunciaba la oración todos interrumpíamos la tarea para acudir a la mezquita Púrpura cinco veces al día tal como está prescrito.
Cuando el trabajo mermaba durante el verano, solía caminar por la tarde hasta la orilla del río Dichle para escuchar a los narradores de historias, entonces me distraía con cuentos y chascarrillos de genios, de gules, relatos de encantamientos o de viajes fabulosos. Entretenimiento exclusivo para varones, las historias derivaban hacia el erotismo, algo hasta entonces para mí ficticio. Regresaba ensoñado, excitado por las escenas amorosas que reconstruía en mi imaginación que quedaban adheridas a mis pupilas, las puertas del alma.
Una mañana de invierno, muy temprano, mientras abría la tienda, llegó un forastero vestido a la usanza rumi. Alto, de edad madura, delgado en extremo, de tez blanca como la mantequilla, cara afilada, cabello rubio entrecano y penetrantes ojos azules. Hablaba un perfecto árabe, casi sin acento foráneo. Dijo llamarse Kalim, nombre árabe infrecuente tratándose de un cristiano, que significa “el que habla con Dios”. Lo invité a pasar y, al verlo fatigado, le extendí un tapiz para que descanse y le convidé con agua de rosas. Estaba sediento como alguien que viene de atravesar el inabarcable vacío. A continuación, me presentó una tela verde, el color del islam, que sacó de la alforja que, mientras la desenrollaba, intenté identificarla sin éxito. Me preguntaba a mí mismo con qué clase de fibra había sido tejida, algo que hasta hoy no he podido develar. De textura suave, blanda y resistente, semejante a la seda, se la veía dócil para hincar las agujas. Además, el tono de verde tan intenso, cuyo pigmento para mí también es un misterio, irradiaba del centro de la tela un brillo peculiar, titilante, metálico, como únicamente provocan los espejuelos de ciertos géneros de la India. De mi boca escaparon involuntarias expresiones de sorpresa, admiración y no menos alabanzas al Altísimo, al Misericordioso, para quien nada es imposible.
Aún sin haberme repuesto del asombro, me presentó una hoja de palmera con el dibujo del motivo que me encargaría bordar. Era un signo, para mí desconocido, semejante a un pictograma chino, no menos enigmático que la tela, muy fácil de reproducir. Y sin pedirme presupuesto, ni preguntarme si aceptaba el encargo, comenzó a darme órdenes, más que a instruirme, acerca del modo de realizarlo:
–Debes comenzar a bordar esta misma noche, debido a que hoy hay Luna Nueva. Tienes que repetir el mismo dibujo setenta y siete veces, en determinada distribución tal como te explicaré. Comenzarás por el ángulo superior derecho, hacia la izquierda, como en la escritura. Trabajarás por la noche, el rakim, sin más iluminación que la luz de la luna, a razón de un motivo por jornada, porque es necesario que cada signo quede terminado antes de clarear el día.
Kalim me mostró un pergamino, escrito en caracteres cúficos de fina caligrafía, con instrucciones precisas, de seguro dictadas por alguien de mi oficio, para realizar el bordado: desde la técnica y el color, hasta el tipo de hilo, la clase de puntada y el calibre de las agujas. Yo no estaba habituado a recibir órdenes. Por el contrario, mis clientes me daban total libertad para decidir en cuestiones vinculadas con mi arte, ámbito que no dominaban; además de solicitarme consejo, admiraban mi buen gusto y elogiaban mis sugerencias.
Si bien Kalim me hablaba en un tono imperativo, no por eso dejaba de transmitir cierta dosis de ternura que me recordaba a mi padre, sentimiento que me producía una confusa mezcla de rebeldía y sumisión a la vez. Mi progenitor sólo me llamaba el rakim, es decir, el recamador, ante la presencia de extraños; en la intimidad se dirigía a mí por mi verdadero nombre, Obaid, que recibí en recuerdo de su venerable abuelo. Como la fortuna me proveía trabajo redituable en forma permanente, no tenía especial interés ni tampoco necesidad de realizar este encargo. Cuando había decidido rechazar el trabajo e invitarlo en forma amable a retirarse, Kalim se adelantó, colocó en mis manos una bolsa de arpillera y me indicó que la abriera. Obedecí en forma impensada. No pude evitar contarlas: eran setenta y siete monedas rumíes del más fino oro, esas que llevan grabadas en el anverso la efigie del Emperador de los francos. Mientras volvía a colocar el dinero en la bolsa, dio por sentada mi aprobación, estableció pagarme idéntica cantidad cada mañana y, si cumplía la tarea tal como él esperaba, se comprometía a recompensarme con una adehala de setenta y siete bolsas iguales. Ante la visión de semejante sobrepaga, me comprometí a satisfacerlo con el oído y la obediencia. Orgullo y dignidad se desvanecen ante la codicia.
Mientras nos despedíamos, me dijo que regresaría más tarde con el objeto de supervisar mi labor, situación para mí insólita en tantos años de oficio, pero que acepté sin oponerme. Ni bien se retiró, una serie de pensamientos comenzaron a debatirse en mi mollera. Estaba perplejo. Había recibido demasiados estímulos en tan breve tiempo que las ideas fluían en cascada, con tal desconcierto que no podía anticipar mis reacciones. Elevé mis brazos para agradecerle a Alá el destino que me había reservado. Eso me tranquilizó un poco. Sentía una opresión en el pecho y la urgente necesidad de salir a tomar aire fresco. Me fui a caminar por los alrededores del mercado. Al llegar al sitio donde arrojan sus desechos los canteros, se me ocurrió calcular con la ayuda de guijarros, cuánto obtendría como paga una vez finalizado el bordado. Deposité una a una las piedritas sobre la arena, en un espacio que alisé con mis babuchas, las agrupé por decenas y las conté.
–¡Once mil ochocientas cincuenta y ocho monedas de oro! –grité emocionado–. De no ser por Kalim, jamás me sería posible hacerme de tamaña riqueza, aún si trabajase día y noche durante una larga vida. Gracias a él podré lograrlo en tan sólo dos lunas y diecisiete días.
Tenía como norma no incomodar a mis clientes con preguntas referentes a la tela que me encomiendan bordar. Debía refrenar mi curiosidad y no mostrarme interesado en saber para qué o para quién estaba destinada, menos todavía fastidiarles. Los años agudizan la discreción. Estoy convencido de que, gracias a esta regla de vida practicada por mi familia, mi reputación se vio favorecida. Pero esta vez me hallaba ante arcanos imposibles de descifrar, que me hacían dudar hasta de mis propios principios. Aunque debo admitir que en la intimidad sospechaba que se trataba de algo abominable para un creyente de la verdadera Fe, el oro aniquiló mis remordimientos.
Oculté la tela como también la bolsa con monedas. Luego dispuse del resto de la tarde para terminar y entregar los trabajos pendientes sin aceptar nuevos encargos. Cerré temprano la tienda, porque decidí dormir una breve siesta para estar despejado durante las noches en blanco que vendrían. Pero no pude distenderme. En mi mente se sucedían imágenes espantosas donde me veía obligado a realizar aquellas abominaciones que el Libro condena.
No tuve dificultad en adaptarme al horario invertido, pero sabía que desacataba lo que está escrito: “el día fue dado a los hombres para las ocupaciones lucrativas y durante la noche, consagra tus vigilias para la oración”.
La compañía de Kalim convertía la desmesurada noche en apenas un instante. Solía contarme aspectos de su vida, algunos de los cuales me resultaban curiosos e instructivos. Así me fui enterando de algunos datos de su biografía. Pertenecía a una orden de mendicantes cristianos, los bené Shimón, que practicaban la comunidad de bienes y se dedicaban al aprendizaje de las artes adivinatorias para nosotros vedadas, como la Geomancia y la Nigromancia. Me informó que la tela que mis manos bordaban estaba destinada a ser la vestidura para su última morada. El motivo que mis manos copiaban en la futura mortaja, era un símbolo mágico que representaba “los catorce puntos verdes del alma». Kalim me explicó que la tela así labrada era la llave que le abriría la puerta del Reino de los Cielos. Estoy seguro que sabes, me decía, que para los comentadores del Corán “el verde es el más hermoso de los colores y el más refrescante para los ojos”.
Poseedor de una grande fortuna, herencia de su familia, perteneciente a la nobleza de la corte del emperador Otón I, desde la muerte prematura de sus padres, Kalim malgastó su juventud en la lujuria y en los juegos de azar. Luego de un incidente con la justicia, cuyos detalles silenció por prudencia, fue detenido y, mientras se realizaban las pesquisas del caso, cayó enfermo. Poco antes de conocerse su identidad, lo habían instalado en un convento. Como los médicos lo desahuciaron, encomendaron a un sacerdote para que rezara junto al lecho por la salvación de su alma. Pero ocurrió un milagro que le devolvió la salud. En el momento de la agonía, a la salida de un túnel luminoso se le apareció la Virgen María, la misma que nosotros veneramos como Mariam, hija de Imram, la cinturonera, para advertirle que lo que le había ocurrido no era más que una prueba, un llamado a la oveja descarriada para regresar al rebaño y así poder aspirar a la vida eterna con la guía de su pastor. Con la anuencia de aquel clérigo, impactado por esa experiencia límite, decidió tomar los hábitos, renunció a la vida material, aunque se excusó de deshacerse de sus bienes. Estudió los libros sagrados bajo la tutela de un obispo, quien, al descubrir su vocación verdadera, le aconsejó continuar la formación en el monasterio de los shimonitas con el fin de especializarse también en otras artes como el estudio de la Alquimia y del ocultismo hebreo conocido como Kabalah, ambas ciencias prohibidas oficialmente por la Iglesia, pero toleradas en secreto.
Kalim solía quedarse dormido antes de finalizar sus fantasiosos relatos, pero, dotado de una memoria prodigiosa, los proseguía la noche siguiente en el mismo lugar donde había interrumpido. Lo despertaba, apenas finalizada la tarea, para recibir su aprobación, siempre elogiosa, hacia la obra de mis agujas, y se marchaba después de pagarme.
Le gustaba discurrir sobre temas para mí desconocidos, que yo escuchaba en silencio sin interrumpir el bordado. Pero dada su insistencia en las cuestiones acerca de la muerte y de la vida venidera, me atreví a romper mi regla para señalarle una cuestión que me pareció contradictoria. Se trata de un pasaje del Libro tomado de la Biblia, que citaban con frecuencia mis clientes gentiles, de seguro con ánimo de confundirme.
–Tengo entendido que el profeta Issa dijo que una persona rica tiene vedado el acceso al Reino de los Cielos. ¿Qué tienes para decirme al respecto?
–Sí, el rakim, es correcto lo que me señalas, así es como está escrito en los Santos Evangelios. Entiendo que te refieres al versículo acerca de la aguja y el camello, ¿no es así? Se trata de una frase sin sentido. En verdad, debo aclararte que el animal que aparece allí mencionado es el resultado de un error del copista, un lapsus calami, que escribió camelus en lugar de cavelus, que en latín significa maroma o soga marinera, palabra tomada del léxico de los pescadores, nuestros primeros apóstoles. Te parecerá curioso, pero Idéntica confusión ha pasado a vuestro Corán. Es necesario que comprendas que la enseñanza de nuestro Señor Jesucristo no debe ser tomada al pie de la letra. Tengo el privilegio de ser uno de los pocos idóneos, inspirados para descifrar, oh el bordador, el mensaje divino, porque el Hijo del Hombre tenía la afición de expresarse por medio de figuras retóricas, en especial con parábolas, tomadas en su mayoría de los antiquísimos escritos de la India.
Kalim hablaba el árabe corriente, pero ahora incorporaba palabras de otros idiomas para mí incomprensibles. Yo me empeñaba por no desatender el bordado, pero mientras mis manos respondían a mi voluntad, el oído no siempre me obedecía. Sin duda mi cliente tenía necesidad de ser escuchado, poco le importaban mis opiniones. Conocía a esta clase de personas entre mis clientes, pero, a diferencia de aquellos, el cristiano se ubicaba en el lugar del saber absoluto, de la autoridad suprema. Mi finado abuelo, que había tenido trato con sabios, me había hecho una advertencia que lamento no haberla recordado en ese momento: “los eruditos no son personas inteligentes, pero, como dominan el arte de la elocuencia, tratan a las palabras como si fueran cosas y así logran hacernos creer lo imposible. Es por esa sola razón que son convocados por los gobernantes, para endulzar las arengas y engatusar a los súbditos. No prestes atención, Obaid, a los que tienen la lengua más larga que la barba”.
–Quiero que sepas que toda doctrina de fe –continuó– tiene dos formas, una para el vulgo, visible, exotérica, y otra secreta, esotérica, exclusiva para iniciados. Yo me he formado “del otro lado de la cortina”, con un gran maestro, así tuve acceso a la ciencia de la hermenéutica, la verdadera forma de interpretar el texto divino. Si tomáramos la Palabra en forma literal, tal como hacen los “pobres de espíritu”, es decir, los exotéricos, llegaríamos a conclusiones absurdas tales como que el Redentor habría condenado el trabajo, pregonado que anduviéramos desnudos como las bestias, instigado la discordia, la abolición de la familia, el odio, la guerra, en fin, la propia vida, tal como está escrito en San Lucas, y, para más, ofrecido su cuerpo y su sangre para un ritual de antropofagia, la llamada Eucaristía; puras pamplinas, el rakim. El Salvador nos legó un mensaje profundo basado en el amor, centrado en la promesa de la vida eterna. Aquellos que poseemos el secreto de «los catorce puntos verdes del alma» de nuestros santos y mártires –sonrió–, lograremos franquear las puertas celestiales y ocupar un lugar en su Trono, para gozar en forma eterna en la contemplación del rostro divino, mucho antes del Gran Acontecimiento de la Resurrección.
En el transcurso de la trigésima segunda jornada, Kalim me contó cómo había llegado a conocer, por medio de cálculos de la Geomancia, lo que nosotros llamamos ‘ilm el-raml, “la ciencia de la arena”, el instante exacto de su muerte. Al percatarse de mi incredulidad, me propuso una demostración. Tomó de su alforja un puñado de abalorios y los arrojó al azar sobre el piso de arena de mi tienda. Se arrodilló para presionarlos hasta producir hendiduras visibles. Luego los recogió, trazó algunas líneas horizontales y verticales con una de mis agujas, de manera que los huecos quedaron agrupados en forma de figuras irregulares, como las estrellas en las constelaciones, que comenzó a estudiar desde diferentes ángulos, mientras recitaba palabras que no pude reconocer, más parecidas a los chillidos de un burro en celo que a vocablos de hijos de Adán. Intentó convencerme que él aplicaba conocimientos de lo que llamaba “la Ciencia Sagrada”. Como yo me mantuve en silencio, advirtió que su explicación no me había convencido, entonces intentó persuadirme por medio de cálculos y de números en un monólogo didáctico.
–El día que llegué a tu tienda me restaban setenta y siete días de vida, era el momento propicio para iniciar el bordado. Hoy faltan apenas cuarenta y cinco lunas –y escribió en la arena el siguiente esquema algebraico:

77 – 32 = 45

7 + 7 = 14 3 + 2 = 5 4 + 5  9

14 = 5 + 9

“La suma de los números que forman la cifra setenta y siete dan como resultado catorce, la cantidad de ‘puntos verdes del alma’ que los santos liberan al morir; el doble de siete, el número sagrado.”
Quedé maravillado ante la evidencia irrefutable del álgebra, mas, como creyente de la Fe verdadera, ya no pude dudar que aquel signo que mis manos bordaban era obra del Cheitán, el Apedreado.
Cuando se retiró por la mañana, en el momento que ordenaba las agujas para pincharlas en el acerico, se me hizo patente que Kalim era un azrak, un zarco, alguien que tiene los ojos azules, para nosotros una de las características del Enemigo. En ese el único instante de sensatez me sentí compelido a destruir aquella siniestra tela. Pensé que eso era un deber, una obligación moral hacerlo de inmediato. Extendí el género sobre la mesa, tomé la tijera, separé sus hojas, y ya iba a cortarla cuando me pareció escuchar la voz de mi padre, que me decía: “Detente, Obaid, hijo mío, no debes pagar mal por bien, cometerás un enorme pecado”. Como por reflejo, cerré y solté la tijera. Así se esfumó una de las oportunidades que me ofreció Alá para salvar mi alma.
Pero algo curioso sucedía apenas llegaba Kalim; mi mente se apaciguaba y desaparecía toda sospecha, para dejarme seducir fascinado ante su sabiduría, abierto a adquirir conocimientos que por mi condición me eran inaccesibles. Sin duda, la curiosidad es una de las más terribles perversiones.
De vez en cuando, alguna frase contenida en sus relatos producía en mí un efecto negativo. En esas circunstancias, quedaba azorado, con las agujas en suspenso, la atención dispersa. Por suerte, como estaba habituado al ritmo mecánico, no perdía la cuenta de las puntadas, lo que me permitía proseguir el trabajo sin cometer errores insalvables. Sin duda el cristiano se solazaba provocándome, deseoso de poner en duda mi inquebrantable fe. Yo lo escuchaba mordiéndome la lengua para contener la ira. Ejemplo de este tipo de situaciones, viene a cuenta la siguiente leyenda:
–Te parecerá curioso, el rakim, que en la gruta de al-Hira, cerca del lugar de retiro del Profeta (con Él la plegaria y la Fe), donde fue instruido por el ángel Gabriel para memorizar el Corán, estarían ocultos unos libros de magia muy antiguos, escritos en idioma arameo, los mismos que le dieron al rey Salomón poderes extraordinarios y el dominio sobre los genios.
Como el encargo de Kalim ocupaba todo mi tiempo, los clientes me abandonaron. Ahora llevaban sus géneros a lo de un bordador incircunciso, lo que me indignó gravemente. Como la mía era la única tienda iluminada durante la noche, porque todos se habían retirado, los vecinos del zoco dejaron de saludarme, debido a que corría el rumor que yo realizaba rituales paganos y que adoraba a los falsos dioses venerados por mis ancestros. Pensé que era una calumnia a causa de la envidia, pero temía que me denunciaran a las autoridades, porque me condenarían inexorablemente a la pena capital. Sólo me consolaba encomendarme al Eterno, mi protector, para que me permitiera terminar mi trabajo. Entonces vendería mi tienda para gozar de un merecido retiro. Pero si así no fuere, huiría para refugiarme en el reino de al-Andalús, país donde me enteré que conviven en concordia las tres religiones que creen en un único Dios.
A medida que el bordado progresaba, la presencia de Kalim se me hacía imprescindible. Sus relatos continuaban vivos en mis sueños. Con el discurrir de los días, su voz se hacía cada vez más tenue y esforzada. Se lo veía consumido; su palidez era extrema. En menos de una semana se había transformado en un anciano decrépito, con el cutis semejante a un pergamino. Pero no por ser débil su voz, Kalim dejaba de hablar. De su garganta sin timbre fluían relatos aún más sorprendentes.
Decía haber ideado un mecanismo para registrar y reproducir la voz humana como también el canto de los pájaros, entre decenas de prodigios cuyos diseños se le manifestaban en sueños o en un espejo empañado, como les sucedía a los profetas. Afirmaba que mientras dormía, el alma se separaba del cuerpo y viajaba, libre, a través del espacio y del tiempo, para enredarse en aventuras junto a famosos personajes históricos, algunos para mí conocidos de oídas. Me resultaba curioso que hablara de ellos con tanta familiaridad, como si fueran sus amigos.
Otras veces contaba haber vivido en el mañana, entonces describía monstruosos artefactos metálicos, conducidos por seres humanos, que surcaban los cielos como las aves; o describía lámparas potentes como soles, capaces de iluminar por entero el palacio del califa. Otros innumerables prodigios se han sumergido en el olvido, refugio de la ignorancia.
Cuando faltaban apenas dos noches para que el bordado quedara terminado, Kalim padecía de la embriaguez de la muerte. Permanecía callado, cabeceaba, era evidente el esfuerzo que hacía para no quedarse dormido. Por ejemplo, esa jornada trajo un narguile, pipa de agua por medio de la cual inhalaba una sustancia que dejaba impregnado el ambiente de un olor picante que me embotaba. Al amanecer, tuve que ayudarlo a incorporarse. Caminaba con dificultad auxiliándose con un cayado. Trastabillaba, sus débiles piernas se resistían a mantenerse enhiestas. El rostro poblado de manchas de vejez y arrugas había adquirido el aspecto de una fruta pasa; descoloridas sombras contorneaban sus ojos sin brillo, la parte anterior del cuello se había transformado en un fuelle sostenido por dos columnas de hueso como bordes de un precipicio. El color de la muerte colonizaba su mirada. Temblaba, como suplicando a su Dios piedad y misericordia.
No obstante, su aspecto espectral, durante la última noche se le veía contento, ansioso por ver la tela terminada, como un marido la primera noche por conocer la cara de su mujer sin el velo. Su voz parecía un quejido. Me informó que iba a morir hacia el mediodía y, no sin esfuerzo, con trazo tembloroso, escribió con una aguja un signo en la arena, el número 8 apaisado, «el símbolo con que los sabios representan a Alá», dijo, y una sonrisa ominosa iluminó por última vez su mirada azul. Ofendido ante lo que para mí expresaba una blasfemia, quise reaccionar, pero ante la visión de su rostro vencido, sentí compasión por aquel despojo humano en el vestíbulo de la muerte. Se recostó sobre el tapiz en silencio, para juguetear en la arena con el talco, la delgada lámina metálica que empleamos los bordadores, mientras sus titilantes ojos opacos seguían como hipnotizados el vaivén de mis agujas.
Apenas el sol tiñó de púrpura la guarda del horizonte, mi labor quedó concluida. Ambos nos miramos sonrientes. Colgué la tela en el dintel interior de la puerta de mi tienda para que Kalim la pudiera examinar al detalle, a la espera de su visto bueno. Caminó unos pasos con ayuda del cayado y de mi brazo extendido, estudió cada bordado en forma minuciosa para indicarme algunos puntos que habían quedado flojos, los cuales tensé con cuidado. Entonces se largó a llorar de contento, me abrazó y me besó entre promesas de colmarme de bienes desde su eterna morada. Educado a contener mis emociones, me mantuve firme y lo dejé hacer. Antes de guardarla en su alforja, procedí a recortar los hilos que sobresalían de uno y otro lado de la tela, la cepillé, le quité las hilachas, la plegué para envolverla en un paño.
Para transportar las bolsas de monedas, el precio de mi trabajo más la recompensa, había venido con un pollino, que esperaba amarrado desde la noche en el palenque de la puerta de mi tienda. El animal rebuznó de alivio apenas se sintió desembarazado de la carga. A pesar de mi insistencia, no me permitió acompañarlo, así perdí la única ocasión de conocer dónde se alojaba. Le ayudé a montar, se despidió en forma efusiva y se marchó para siempre.
Apenas me quedé solo, sentí una especie de vacío, una profunda pena, también ganas de llorar. Pero me dominé dirigiendo la vista hacia el fabuloso tesoro que me rodeaba. Elevé plegarias en agradecimiento al Altísimo, al Piadoso y Apiadable, el verdadero y único pagador.
Bajo el tibio sol de la mañana, cargué las bolsas en mi dromedario, cerré la tienda y me retiré. En casa, descargué y acomodé las bolsas en el arcón, no sin antes haber contado las monedas. Luego de prepararme una vianda a base de pasta de garbanzos y aceitunas, se me acalambraron las manos, opté entonces por echarme a descansar, además no tenía hambre. Recostado en el lecho, estiré los brazos; abría y cerraba las manos y los ojos en forma sincopada, un ejercicio para desentumecerlas que practicaba mi padre. De inmediato me vino a la mente la calamitosa imagen de Kalim, quien para ese instante había reintegrado su alma al Todopoderoso, que de seguro ya la habría pesado y condenado por su condición de infiel. Volví a sentir la opresión en el pecho. Amén de la tristeza por su desaparición, me obligué a sentirme satisfecho por haberle complacido.
El siguiente año me dediqué a memorizar las setenta y siete mil novecientos treinta y cuatro palabras del Corán, práctica que, como todo musulmán, había realizado de niño. No recuerdo con precisión por qué me había decidido a hacerlo, pero sospecho que en aquel período de mi vida tenía necesidad de reforzar mis creencias. Durante esa temporada, sólo salía de casa para lo necesario. En la soledad, disfrutaba de la letra caligráfica pero más del recitado de cada una de las aleyas; me detenía a meditar y redescubría la grandeza de nuestra tradición en las palabras del Profeta. Reconfortado por la lectura del Libro, logré distenderme. A partir de ese momento empecé a componer historias para mi propio entretenimiento, por medio de la combinación de mis experiencias vividas, materiales tomados del Corán, anécdotas que me contaron mis clientes más algunos ingredientes imaginarios.
Cumplido el tiempo, decidí volver a trabajar, pensé que aquel era el sino que Alá me había escrito en el Libro de la Vida. Es más, echaba de menos mis agujas, sentía ganas de ejercer mi arte, que hasta ahora parecía ser el único sentido de mi existencia. Volví a abrir la tienda. Los vecinos festejaron mi regreso. Recién entonces descubrí la necesidad de estar cerca de mis semejantes. Para mi sorpresa, la timidez había menguado. Conversaba con algunos puesteros de manera locuaz. Ninguno me preguntó por mi antiguo cliente, parecía como si lo que antaño se murmuraba de mí se hubiera precipitado en el borrón del olvido. Si no fuera por la evidencia de mi tesoro, que inventariaba casi a diario, hubiera juzgado como falso todo lo vinculado con Kalim. Poquito a poco regresaron mis antiguos clientes, a los que se les agregaron muchos más. Llegaban a mi tienda mercaderes de países cuya existencia jamás había escuchado, enterados de mi virtuosismo. Muy pronto la cantidad de pedidos me desbordó. Para poder cumplir con tanto requerimiento, me vi obligado a tomar aprendices que me secundaran, hasta el número de siete, porque, debo decirlo, me había vuelto supersticioso en extremo. Recordaba al rumí en cada una de mis oraciones, porque no dudaba que él era el vehículo de Alá para mi prosperidad.
Aquel año esperé con especial interés la llegada de la primavera, ansioso por retomar el hábito de caminar hasta el río, para escuchar esas historias que tanto me reconfortaban. Al menos eso es lo que me parecía, porque nadie puede escapar a su destino. Esa tarde del mes de Rabi-l me esperaba una sorpresa. En lugar de estar de pie como de costumbre, habían instalado una tarima circular y cuatro esteras de tela rústica colocadas alrededor de esta, para que la gente pudiera disfrutar sentada, desde cualquier ubicación, del espectáculo que estaba por comenzar. Cada uno de los tapetes tenía una capacidad para alrededor de sesenta espectadores. Tomé asiento en un espacio vacío de adelante, que luego me enteraría que estaba reservado para personas distinguidas, pero nadie me lo advirtió. Pronto me anoticié que estaba por empezar un certamen de narradores orales, abierto para todos aquellos que quisieran participar. El premio consistía en una joya muy fina donada por el califa, que se entregaría durante una solemne ceremonia en el palacio real. Además, el ganador obtendría un cargo en la corte. Y me animé a participar con un inesperado éxito, porque a pesar de no haber ganado el galardón, mis historias fueron muy festejadas por la concurrencia.
Tanto por mi conocimiento del Libro como, por las narraciones que inventaba, pronto me convertí en un personaje popular. La gente me reconocía por la calle, se detenía para saludarme con respeto y muestras de admiración; yo no hacía distinción entre ricos y pobres, porque todos somos criaturas de un único Creador. Los comerciantes del zoco me visitaban para pedirme consejo o, por considerarme una persona ecuánime, me solicitaban que participase como árbitro cuando había necesidad de disolver alguna controversia. Mi presencia en las fiestas de bodas como en los banquetes y agasajos parecía imprescindible, como un invitado especial.
Enterado el califa, a quien fui presentado durante la entrega del premio, se interesó por mi persona invitándome al palacio. El trato con el soberano llegó a ser de grata intimidad y confianza, por lo cual decidió nombrarme bordador real y, un mes después, también chambelán de la corte, para tenerme a su diestra en la mesa. En varias oportunidades me pidió opinión acerca de asuntos vinculados con la administración del reino, que yo le di mi parecer basándome en referencias coránicas que él consideró atinadas y me lo retribuía con regalos costosos. No me había acostumbrado aún a semejantes honores, cuando me ordenó pasar a sus aposentos para conversar en privado. Cuando estuvimos a solas, expresó su deseo de emparentarse conmigo, ofreciéndome como esposa a su hija mayor, la hermosa Asiul, heredera del trono, bella como la luna del Ramadán. Y en menos de cuarenta días se celebró nuestra boda con fiestas y banquetes que duraron un mes entero. Se embanderó la ciudad, se repartieron limosnas entre los menesterosos, se decretó una amnistía que benefició tanto a los presos como a los locos. Cárceles y manicomios quedaron desiertos. El pueblo, que tanto se había encariñado conmigo, daba muestras de alegría y lo expresaba en las calles con estribillos improvisados o canciones que los bardos componían para honrarme. Apenas las velas dejaron de arder, mi mujer y yo nos retiramos en forma discreta para hacer lo que se hace.
Asiul se ocupó en forma esmerada de seleccionar las mujeres más hermosas para conformar mi harén, odaliscas reclutadas de diferentes razas y naciones, un arco iris de cantoras con voces celestiales y ágiles bayaderas de cintura ceñida, magistrales tañedoras de laúd y arpistas de manos prodigiosas, además de camareras y favoritas. Pero ninguna de ellas superaba en belleza a mi legítima esposa, además, el amor que sentía por ella era algo superior. Entre los nuestros la posesión de mujeres representa un atributo de poder y virilidad, mas yo no sentía necesidad de hacer uso de las concubinas. Gracias al arte prodigioso con que Alá las bendijo, estaban al servicio de deleitar mis otros sentidos. A causa del amor, desoí la palabra del Profeta: “El que tiene dos mujeres y se inclina por completo a una de ellas, aparecerá el día de la resurrección con las nalgas desiguales”.
Mi compañera me brindó todo lo que un hijo de Adán puede anhelar en esta vida transitoria: cariño, placer, fidelidad y dos hijos varones para refrescar los ojos. El mayor, Akbar, que significa “el más grande”, bello como el sol del crepúsculo, y el segundo, de una inteligencia prodigiosa y nobles inclinaciones, a quien le otorgué el nombre de Kalim, en homenaje al gestor de mi felicidad, aunque Alá es el único dador.
Al fallecer mi suegro (¡Que Alá lo tenga en Su eterna gloria!), mi segundo padre, tres años después de la boda, asumí como califa y me comprometí a gobernar con equidad. Tomé como lema el adagio del Profeta: «el mejor de los hombres es aquel que hace más bien a sus semejantes». No permití que el hambre afligiera a nuestra gente. El pueblo, agradecido, me retribuía con constantes muestras de afecto y obediencia incondicional. Se enrolaban en el ejército en forma espontánea para la Guerra Santa antes de ser convocados, dispuestos a entregar la vida con orgullo como mártires del islam y ganarse la recompensa en el otro mundo. Mis hijos demostraron poseer excelsas virtudes: criterio, refinamiento y temeridad frente al enemigo.
¡Fui el más afortunado de los hombres!
Kalim se hallaba presente en cada uno de mis logros, sus beneficios se actualizaban día a día. Estaba persuadido de que era él quien patrocinaba la prosperidad de mi reino. Agradecido, lo tenía presente en cada uno de mis rezos. Se me aparecía en sueños muy vívidos, donde lo veía gozar de la dicha celestial, y eso me reconfortaba. Pero apenas abría los ojos, una única idea me abrumaba, que se fue cristalizando hasta convertirse en obsesión: el tema de la finitud. De repente me sentí dominado por la desesperación.
Durante la vigilia, mi pensamiento se había convertido en un campo de batalla donde se enfrentaban dos bandos enemigos. En el lado de la sombra, se alineaba el descreimiento. Este sentimiento había nacido el día en que mi abuelo dejó de existir. Desconsolados, ante el féretro, mi padre y yo nos abrazábamos sin poder dejar de llorar. De pronto papá me soltó y dijo:
–Obaid, mi querido hijito, sé que lo que te diré parecerá una blasfemia. De seguro que me arrepentiré luego, y eso me atormenta, porque sabes que soy una persona piadosa. Pero en este instante, cuando el dolor me desgarra las entrañas, que Dios me perdone, pienso que nada hay después de la muerte. Nadie jamás regresó de allí para contarlo.
Si así fuera, pensé, ¿cuál sería entonces el beneficio de haberme convertido en el hombre más rico y poderoso del mundo, si cuando me llegue la hora, todo sería en vano? Esposa, hijos, placer, alegría habrían sido instantes fugaces, más leves que el pestañeo de las estrellas. Como escribió el poeta Antara: “¡Menudo consuelo cuando las mujeres vengan a llorar sobre mi tumba! ¿Acaso sus elegías me devolverán la vida?”.
El lado de la luz, el bastión de la fe, era comandado por el buen Dios, el Generoso, quien no se olvidaría de mí, su siervo, cuando se hubiera cumplido la hora. Debía dirigir mis aspiraciones hacia la búsqueda de la vida eterna. Pero la recompensa del Profeta (con él la Plegaria y la Paz) para los justos, no me entusiasmaba. Moderado en los placeres carnales, yo había despreciado a las mujeres más bellas por el amor a una sola. No me apetecía vivir la otra vida en el Jardín en compañía de las setenta y dos huríes, las jóvenes vírgenes de ojos verdes y rasgados, con piernas torneadas como mástiles, anchas caderas, senos prominentes y cintura estrecha, madres de todas las delicias. Me horrorizaba la idea de que ellas recuperaran su doncellez cada vez que la perdieran, hecho que me obligaría a un continuo trabajo, tortuoso en demasía y digno de esclavos, además de absurdo. Aún así prefería esta opción que la nada, pero la riqueza era mi principal obstáculo para acceder a la inmortalidad. Kalim habría conseguido la eternidad gracias a mi arte, y yo, pecador, me equivoqué al permutar la esperanza a cambio de una vida sustentada en lo efímero.
La paz interior que no hallaba en la vigilia, pronto se extendió al sueño. Sin embargo, me esforzaba por ocultar la desidia para no intranquilizar a los míos. Contaba con la complicidad de mi visir Mehmet, hombre discreto, quien hizo venir desde Bujara a un joven médico llamado Avicena, considerado una luminaria, el mismo que más tarde crearía una famosa escuela. Lo acogí como huésped durante veintiocho días, alojándolo en una habitación especial destinada a visitantes insignes. A diario me tomaba el pulso, observaba el color de mi lengua y examinaba mis deposiciones, además de interrogarme en forma minuciosa. Era una persona amena, de trato afectuoso, muy experimentado a pesar de su corta edad. Su conocimiento abarcaba toda la gama de las artes, la filosofía y las diferentes disciplinas de la ciencia. Después de cenar nos quedábamos conversando sobre una diversidad de temas, hasta que la noche se fundía con el día. Una vez que obtuvo mi confianza, quiso conocer mi historia, que le conté sin omitir detalle. Tanto me encariñé con él que quise retenerlo en la corte, pero él se excusó, porque debía continuar con sus estudios en una ciudad lejana. Me explicó que Alá creó el arte de curar no para beneficiar a un solo individuo, sino a todo el género humano, pero se comprometió a visitarme cada vez que requiriera de su servicio. Antes de despedirse, se expresó así:
–Sucede, oh Defensor de la Fe, que la idea de la muerte, nacida en la trastienda de tu corazón, parasitó en tu pensamiento. Hoy los vapores producidos por la bilis negra horadan los cimientos de tu ser. Lo único que puedo ofrecerte para aliviar tu pesar consiste en una dieta muy estricta y un brebaje que embota los sentidos, mas no te curará. Porque no tengo medicina para los padecimientos del alma. He meditado después de escuchar con atención tu historia peregrina. Mi consejo es que consultes con los sabios de la corte, ellos podrán ayudarte a encontrar una respuesta al problema de la muerte, que es lo que perturba tu espíritu. No mates tu alma. Pues como dice el proverbio: “Más vale sufrir un momento que pensar todo el tiempo”. Para tal fin, convoqué a los grandes eruditos del reino.
Jalil, el magrebí, era famoso por sus conocimientos en las artes y en las ciencias, las cuales se consumaron en beneficiosos servicios. Predicciones múltiples, desde cataclismos hasta pestes, que permitieron tomar medidas preventivas, contaban en el haber del Maestro. En la época del reinado de mi suegro (¡que descanse con la bendición del Eterno!), el magrebí había descubierto una traición casi cinco años antes de que se produjera, así pudo ser desbaratada y sus cabecillas ajusticiados aún cuando esos pérfidos ni siquiera la habían concebido en sus molleras. Después de relatarle mi historia, sin perder detalle, Jalil me solicitó el tiempo de una semana con el objeto de estudiar la situación y consultar su biblioteca. Cumplido el plazo acordado, se presentó en palacio y así se expidió:
–Emir de los creyentes, corona de nuestro Credo, la sabiduría de nuestros padres, cuna de la tradición, refiere que cada setenta y siete años suele presentarse ante la morada del elegido por el Más Grande, bajo diferente apariencia, un taumaturgo de la raza de los infieles con el fin de anunciarle que se apreste a ocupar el trono del islam; el susodicho sería beneficiado con la felicidad terrenal. Pero… –dejó la frase en suspenso y parecía atemorizado– este supuesto enviado… –comenzó a tartamudear– se pre-sen-ta-ría… ¿cómo decirlo? Sí, ya está… en forma de sueño, o quizás, como en las visiones proféticas, reflejado en la superficie de un espejo nublado. Sabemos que el sueño verídico precede inmediatamente a la profecía. Pero en el islam hay un solo Profeta. Por lo tanto, en tu caso debemos hablar de pura virtualidad, espiritualidad absoluta, carente de existencia material al igual que las visiones del fumador de hashish. En cuanto al problema que te acucia, sólo me permitiré citar las palabras de Abderramán III: “He reinado más de 50 años, en victoria o paz. Amado por mis súbditos, temido por mis enemigos y respetado por mis aliados. Riqueza, honores, poder y placeres, terrena bendición que me haya sido esquiva. En esta situación he anotado en forma diligente los días de pura y auténtica felicidad que he disfrutado: suman 14. Hombre, no cifres tus anhelos en el mundo terreno”.
Aunque sus palabras no me convencieron, quise disimularlo. Lo despedí con la entrega de un magnífico obsequio, que el anciano agradeció varias veces, hincadas las rodillas, las manos sobre el turbante, la frente en contacto con la piedra del piso. Hice pasar al segundo.
Omar Ebed-el-a-Rahmán, de aspecto descuidado, desgreñado a la manera de los santones derviches, me produjo una fuerte repulsión, pero le permití hablar y me esforcé por no dejarme influir por la ojeriza, enemiga de lo bueno, con la esperanza de que quizás él pudiera darme una respuesta final al tema que me constreñía. Luego de relatar mi historia, le exigí que se expidiera de inmediato, porque mi ansiedad era indomeñable, los latidos del corazón aumentaron y sentía que se me rasgaba el pecho. Omar fue muy cauto, de seguro por temor a la espada, y se cuidó de no contradecir a Jalil, el magrebí, aunque era notoria su discrepancia. Dijo recordar haber leído en un antiguo manuscrito sufí algunas alusiones vinculadas con mi asunto.
–Cada catorce años, oh Soberano del Tiempo –dijo en tono presuntuoso que me resultó poco fiable–, se cuenta que un gentil llama a la puerta de un alma simple con la misión de iniciarlo en los misterios del Más Allá. El elegido debe ser una persona justa, virtuosa y de considerables méritos, digna para la ejecución de la santa misión que se le encomendará. Los sufíes pensamos que se trata de meras fantasías, espejismos como los que se padece en el desierto. Tienes el descaro de vivir tranquilo, de gozar en pleno de la vida luego de las terribles faltas que has cometido, más allá que, mediante la oración y el arrepentimiento, el Ser pueda apiadarse de ti y perdonarlas. Pero el problema que tanto te preocupa no tiene solución, porque –elevó la voz– eres rico. Esa condición ya te ha condenado al inframundo, el habitáculo de los réprobos. ¡Tu destino está firmado con fuego –reía–: estás perdido! Además, no olvides que el Profeta Isa dijo que la vida eterna está reservada para los pobres de espíritu.
Sus palabras, harto ofensivas, más todavía dirigidas hacia mi dignidad, quedaron resonando en mis oídos. Pero fue su risa burlona lo que me encolerizó, por lo que de inmediato ordené a mi porta alfanje que hiciera justicia en mi nombre. Y así se cumplió mi voluntad.
Me retiré del salón, indignado ante tanta soberbia, para recluirme en mi cámara privada. Le dije al eunuco jefe del harén que deseaba estar solo, para que franqueara la puerta a todas mis esposas con excepción de la principal. Necesitaba meditar, no estaba con ánimos para la música ni para la danza, menos aún para la lujuria. Echado en un sofá, mucho más afligido que antes de la consulta sugerida por Avicena, me lamentaba haber ventilado mi historia. Enterada Asiul de mi estado, quiso yacer a mi lado para consolarme. Mientras me acariciaba, compungida, me pedía con súplicas que intentara con toda mi energía desestimar mi pasado atormentado, para permitirme gozar de la dichosa y pasajera vida que el Clemente nos había escrito. Me sentí incomprendido. No estaba dispuesto a aceptar sus mimos, porque su actitud delataba que se había dejado convencer por ese par de arrogantes sabihondos quienes, al poner en duda la verdad, me habían ridiculizado, y no iba a tolerar que mi propia esposa me considerase un demente. Ella no dejaba de llorar e insistía tratando de serenarme, lo cual aumentaba mi rabia. Enfadado, la aparté de un empujón y debo admitir que hasta tuve el impulso de golpearla, pero, por fortuna, logré refrenarme a tiempo. Ella se retiró con las lágrimas talladas en las pupilas de sus grandes ojos negros. No dudaba yo que todo lo que me había ocurrido era verídico y no como pretendían hacerme creer, el producto de las ensoñaciones de un taif, alguien que había visto un fantasma, una aparición engañosa concebida por el Maligno. Me vino a la mente el antiguo proverbio, fruto de la sabiduría popular, que dice: “en general, los sabios no son más que unos pobres ignorantes, sin más ciencia que sus grandes turbantes”.
Sin embargo, por momentos dudaba. En mi corazón, los recuerdos anidaban mezclados, sin orden, como las baratijas en las mesas de los bazares. Con el cambio de las estaciones, la incertidumbre derivó en tristeza. No había testigos, ningún comerciante del zoco decía conocer la existencia de Kalim, o tal vez nadie se animaba a hablar del tema. Todas las pesquisas realizadas por mi visir, fracasaron. Mis oficiales no consiguieron localizar donde pudo haberse alojado mi cliente. Dado que la realidad parecía conspirar contra las evidencias, la única manera de demostrar la verdad de mi cordura estaba en el monasterio de los shimonitas, donde de seguro encontraría datos fidedignos sobre mi cliente. Pero más que por el orgullo de recuperar el honor, mis legítimos anhelos apuntaban hacia una meta trascendente: recuperar lo que consideraba mío. Entonces me decidí a emprender el viaje, sirviéndome de una estratagema. Expresé mi deseo de visitar los lugares sagrados, algo obligatorio para el buen musulmán. Fingí haberme recuperado y me creyeron todos, excepto mi esposa, porque ella era la única que sabía leer mi interior, pero optó por disimularlo, porque después de mi reacción intempestiva, temía contrariarme. Encomendé a mi visir encargar al mejor joyero, sin mezquinar en el costo, un collar de diamantes para mi bella Asiul, como símbolo de reconciliación, que ella aceptó emocionada.
Resolví dejar a Akbar, mi primogénito, a cargo del trono durante mi ausencia, quien comprometió ante dos testigos su voluntad de restituirlo a mi regreso. Al enterarse mis allegados, organizaron una romería con los principales de la corte con el objeto de escoltarme, que rechacé de plano. Les expliqué que sentía la necesidad de viajar solo, de incógnito, disfrazado de mercader persa, a la usanza de los antiguos monarcas. Llevaría en mi equipaje el traje del peregrino para poder ingresar a los lugares santos. Me despedí de los míos y con la fe enaltecida me encomendé al Creador.
Y visité las sagradas ciudades. En la Meca; me vestí con el hiram y oré ante a la tumba del Profeta (con él la Plegaria y la Fe) y cumplí con las siete vueltas alrededor de la divina Caabá, venerada desde los tiempos de Ibrahim e Ismail, sus constructores. En Medina, recé con devoción en las mezquitas más antiguas. Un grupo de beduinos había desplegado sus tiendas al pie de la colina Merwa, a la vera del camino principal, en las afueras de la antigua Yatrib. Al verme solitario, me ofrecieron hospitalidad, según es costumbre, que acepté agradecido.
Por la noche, sentados alrededor del fogón, luego de hartarnos con un festín de carneros asados, palomas rellenas, entre otros manjares deliciosamente sazonados, vinieron los postres. Más tarde sirvieron café en bruñidos cuencos de cobre. Como los beduinos se jactan de conocer de memoria su genealogía, orgullosos de poder dar cuenta de un linaje formado por antepasados ilustres, esperaba que, ante mi presencia, comenzaran a aburrirme con la enumeración de las largas listas, pero por fortuna no fue así. A un trío de músicos, luego de ejecutar varias piezas instrumentales de ritmo contagioso, que todos acompañaban con las palmas, se le agregó un joven quien declamó, con voz llorosa, una serie de poemas acerca de amores no correspondidos que nos afectó muy hondo. Por fortuna, un anciano jeque se las ingenió para cortar el clima de tristeza por medio del aplauso, que todos imitamos. Le siguió una ronda de poesías picarescas, donde se describían en forma exagerada las virtudes de las diferentes partes del cuerpo de la mujer, que comparaban con diversas frutas. Entre ellos se destacaba un hombre de mediana edad, de baja estatura, que se puso a remedar con ademanes sensuales aquello que describían los declamadores, que despertó una hilaridad contagiosa. Finalizada la vuelta, comenzaron a platicar. Uno de los más viejos explicó que la palabra rumí “monje” significa “solitario”, y que de ella deriva el vocablo “monasterio”, dayr, en nuestra lengua, que quiere decir “sociedad de solitarios”. Todos reímos ante semejante sinsentido. El anciano aseguró que esas sociedades exclusivas de varones, no tienen otra finalidad que incitar a la sodomía. Ninguno dejó de festejarlo. Agregó que el Profeta (que Dios le sea propicio y lo conserve) lo había expresado muy claro: “No hay vida monástica en el islam”. La charla derivó en otra ronda, esta vez de anécdotas jocosas, donde los personajes de las mismas, objeto de vejámenes, eran cristianos y judíos. Uno de los chascarrillos más desopilantes tenía como escenario el monasterio de los bené Shimón.
Al mencionar el nombre de aquel lugar, el motivo de mi viaje, perdí el conocimiento. Dos jóvenes robustos me cargaron hasta una de las tiendas y me acostaron sobre una alfombra mullida, según me enteraría después. Recobré el conocimiento cuando un esclavo griego me reanimaba dándome a oler una pizca de rapé más un preparado a base de plantas aromáticas, cuyos nombres no retuve, disueltas en alcanfor. A la mañana siguiente amanecí sanado. Según me explicaron, ellos creían que la causa de mi achaque se debía al tipo de café que ellos consumen, que es muy fuerte y, en general, poco tolerado, debido a que le agregan una pequeña dosis de hashish. En el desayuno llevé la conversación al asunto que me interesaba. Así pude informarme que aquella cofradía de harbin, monjes cristianos ascetas, había sido fundada por el obispo Abu-Haret en el país de Nedjran, sito a cuarenta jornadas hacia el noroeste, y que gracias a un plano que me ayudaron a confeccionar, lograría orientarme para llegar al lugar. Antes de despedimos con la Paz, aquel viejo jeque me advirtió que tuviera especial cuidado en el dayr con aquel que llaman “Santo Viviente”, nombre reservado para el director del “grupo de solitarios”, porque tienen como principio que el discípulo debe someterse en todo –acentuó estas dos palabras– al patriarca. Todos rieron a carcajadas. Yo recordé el sabio refrán: “Para encontrar un objeto perdido hay que empezar por perderse uno mismo”
Al cabo de varias lunas de andar por senderos sin sombra, donde Alá, el Señor de los Tres Mundos, era mi única compañía, avisté el cenobio de los shimoitas situado en lo alto de una montaña que dominaba la planicie. Entonces, detrás de unas matas me deshice del ihram para vestirme de nuevo con el traje de mercader con el que había salido de palacio. Allí me recibieron en forma amable. Me condujeron ante el patriarca Yusuf ibn Shimón, venerado como el «último Santo Viviente», quien me dio la bienvenida. Me sorprendió verle tan joven. Aparentaba no haber llegado a los treinta años, alto, de anchas espaldas, caídos los hombros hacia delante, lucía una larga cabellera rubia que le llegaba a la cintura que visto desde atrás parecía una mujer, y una barba espesa de varios colores: negro, castaño claro y oscuro, rubio y rojo. Vestía un traje talar blanco, a diferencia de los demás que eran grises. Sus ojos eran de color aguamarina; su voz aflautada. Hablaba un buen árabe en forma pausada y trasmitía paz espiritual, pero sólo en la parte superior de su cuerpo, porque movía las piernas con nerviosismo, pataleaba, se frotaba las manos y se comía las uñas. Cada tanto abría y cerraba los ojos al tiempo que emitía un grito sordo como un ladrido. Estos extraños ademanes me resultaban de una comicidad desopilante. Tuve que hacer un formidable esfuerzo para contener la risa.
Tras disfrutar de una austera vianda comunitaria que allí llamaban ágape, a la que fui convidado, Yusuf me llevó a una habitación contigua al comedor para interrogarme. Quiso saber acerca de mi origen como el motivo de mi visita, porque sabido es que estos pequeños asentamientos son los únicos lugares donde los nómades, en especial los beduinos, pueden aprovisionarse en las vastas soledades. Entre otros tantos productos que elaboran, el vino es el de mayor demanda. No tuve más que repetir la argucia que había elaborado en el viaje para ese momento: dije ser un mercader persa, adorador del fuego, que desde que había escuchado la Buena Nueva me sentía hambriento de fe, por lo cual, luego de abjurar a la religión de mis ancestros, anhelaba convertirme al cristianismo. Sabía que debido al carácter misionero de esta falsa creencia, a la avidez por ganar nuevas almas, me aceptarían sin reparos como uno de los suyos.
Me resultó difícil habituarme a vivir rodeado de imágenes –prohibido está para nosotros la representación de seres vivientes–, estampas de santos que colgaban en casi todas las paredes. Compartía la habitación con otros once aspirantes. Había ideado un método para evitar mirar al santo pintado sobre una madera que protegía el espacio donde dormíamos que consistía en desviar los ojos, que se me transformó en hábito. Y cuando rezábamos, yo lo hacía en silencio, sólo movía los labios y repetía la palabra Bismillah, la invocación de fe “no hay más Dios que Alá y Mahoma es su único Profeta”. Lo que más me costó fue aprender a orinar de pie, a la manera de los perros, pero tuve que apechugarla.
El día de San Shimón, su patrono, fui iniciado en los Misterios de ese credo indecente de cuyos rituales mantengo el secreto, no tanto por el hecho de haber jurado no revelarlos, sino por recato.
Ahora, con el grado de novicio, accedí a los arcanos del número, primero, y a los principios de las artes adivinatorias, después, materias cuyos nombres conocía por haberlas escuchado de Kalim. Además, el hermano Horatio, eximio traductor de poesía y, a su vez, gran poeta, nos daba clases de idioma griego. El patriarca me había tomado especial cariño y decía reconocer en mí una inteligencia superior. Como los niveles más profundos de conocimiento estaban reservados para los monjes, me instó a presentarme a los exámenes para avanzar en mis estudios. Una de las pruebas consistía en memorizar la larga nómina de santos vivientes y recitarla, al derecho y al revés, sin equivocarse en la pronunciación. Era una lista de nombres estrafalarios en la cual Yusuf ocupaba el último lugar, el septuagésimo noveno, el número 77 era… ¡Kalim! Al pronunciar por segunda vez el de mi antiguo cliente y benefactor, se me aflojaron las piernas hasta caer desvanecido en un estado de profundo sopor.
Desperté, no sé después de cuántos días, recostado sobre un desvencijado catre de cuero de camello junto al cual, Atanasio, el cofrade que me asistía, me informó acerca de los acontecimientos que siguieron a mi desmayo. Me habían alimentado con una dieta basada en miel griegpara que mi espíritu recuperara la dulzura, porque, mientras dormía, no dejaba de blasfemar contra uno de sus venerados santos, Kalim. Por esa razón decidieron instalarme en la misma celda donde aquél solía recluirse para realizar sus ejercicios de penitencia y autoflagelación. Cuando me vio recuperado, Atanasio fue a llamar a Yusuf, quien acudió de inmediato acompañado por un médico, Sargis, el cual, luego de examinarme en forma puntillosa, consideró que ya estaba en condiciones de reintegrarme a la vida comunitaria.
Regresé a las clases. Como era primavera, Yusuf acostumbraba dictar sus lecciones mientras caminábamos en grupo por los jardines del convento. Nos explicó que él seguía el mismo método de enseñanza ambulante, llamado peripatos, ideado por un sabio griego llamado Aristóteles, que había sido el tutor del gran Alejandro, el bicorne. Cada vez que sus palabras despertaban dudas en el alumnado, cortaba una hoja de palmera datilera, árbol que abundaba en aquel lugar, sobre la que dibujaba esquemas simples con un estilete, para que por medio de la vista los discípulos accediéramos a lo que no lográbamos comprender con el oído. Pero había que tenerle paciencia, porque cada vez que pronunciaba un determinado nombre propio o alguna palabra que podía interpretarse en un doble sentido, comenzaba a desplegar sus rarezas que despertaban la hilaridad en el alumnado, pero él se hacía el distraído. Es curioso, pero cuando la risa llegaba a la carcajada, sus movimientos parásitos se atenuaban hasta desaparecer.
Cuando el calor nos robaba el sueño, solíamos pasar la noche al aire libre en el descampado que rodeaba el ala izquierda del monasterio, para disfrutar de la brisa que bajaba de la montaña y de la contemplación de las estrellas. A continuación, había un huerto, espacio cercado donde se cultivaban una variedad de verduras y hortalizas para el sustento de la comunidad. Le seguía un viñedo y variadas especies de árboles frutales, que llegaba hasta un pilar que señalaba la entrada del camposanto, lugar que solíamos visitar en el aniversario de los difuntos. Nos habían informado que el alma inmortal de cada monje estaba presente allí para custodiar el cuerpo, su antigua morada, a la espera del advenimiento del Juicio Final. Una cruz de madera, percudida por el viento de arena, coronaba cada una de las tumbas consagradas. Sólo en unas pocas se podía leer la inscripción, no sin dificultad.
Durante aquellas veladas nocturnas los celadores eran menos severos y nos permitían dormir juntos. No eran pocos los que pernoctaban abrazados en parejas. Aquella noche de Luna Nueva el cielo estaba despejado y la claridad era semejante al día. Como la mayoría de mis compañeros estaban enredados en sus asuntos, aproveché la distracción para separarme sin que lo advirtieran para buscar mi camello y las provisiones que varios días antes había preparado. Como cuando regresé, mis cofrades continuaban entretenidos, volví a separarme del grupo y logré llegar a gatas hasta el cementerio. Entonces me dediqué a hurgar la cruz de cada sepultura. No descansé hasta encontrar la tumba de Kalim. Ubicada en el centro de un montículo circular formado por pequeñas cruces y piedras erguidas, aquellas que se dice que fueron colocadas antes del diluvio universal, en el madero horizontal de una más grande estaba grabado el siguiente epitafio:
Kalim ibn Shimón
Nació, murió y vive
en lo alto de la Gloria del Señor.
Las letras talladas estaban agrupadas de tal modo, que me recordaron al símbolo por mí labrado. Y de súbito fui presa de una fuerte excitación que ya no me permitió controlar mis actos. Sin duda Satán, el Lapidado, me obligó a cavar la arena pedregosa que se resistía a dejarse profanar por mis manos. A fuerza de insistencia y tenacidad, por fin logré llegar a lo más hondo, hasta descubrir un bulto informe envuelto en la tela que buscaba, que contenía un esqueleto desarticulado. Tan enajenado debía estar yo, que ni siquiera sentí repulsión al contacto con lo inerte. No me animo a rehacer los detalles de mi sacrilegio, sólo recuerdo que boté el contenido, tomé la mortaja, monté mi camello y huí. Y no descansé hasta llegar a mi reino que, por fortuna, Alá, el Benéfico, había protegido durante mi ausencia.
Llegué a mi ciudad cuando todos dormían. Había planeado pasar por el hammam para darme un baño, presentarme limpio y perfumado ante los míos, pero a esa hora estaba cerrado. Ingresé en palacio por un túnel secreto cuya entrada queda oculta detrás de una roca excavada cerca de la vera del río, para esconder la mortaja en un aposento secreto. Dado que había abandonado mi equipaje en el convento, sin dinero ni una muda de ropa, mi aspecto era calamitoso. En ese estado me anuncié ante la Guardia.
Era esperable que no me reconocieran, pero no que comenzaran a burlarse de mí como lo hicieron. Como yo insistía en asegurar que era Obaid, el soberano, me creyeron loco. Comenzaron a golpearme con sus machetes de madera, me insultaron, pero yo me mantenía firme y no dejaba de gritar: “Ye, mi visir Mehmed; ye, Kerim, ejecutor de mi justicia”. Hice tanto alboroto, que desperté al jefe de los centinelas, que se presentó en ropa de cama con el alfanje desnudo seguido de su escolta personal y, al reconocerme de inmediato, más por mi voz que por mi traza, puso fin de inmediato a los vejámenes a que me sometieron sus subordinados. Quiso castigarlos con la pena de la sangre, pero yo no se lo permití, porque ellos habían cumplido con la función encomendada, en lugar de acatar las órdenes de alguien que les decía ser el califa, cosa frecuente en los alienados, a quienes se los somete al mismo trato que me dieron. Los convoqué al día siguiente para premiarlos por su conducta con obsequios de valor.
En esta circunstancia, era tal el batifondo, que se habían encendido las luces del palacio. Informada Asiul de mi regreso, por boca del eunuco principal del harén, improvisó una solemne ceremonia de bienvenida. Dio órdenes de despertar en primer lugar a los cocineros para ofrecerme un banquete, y luego se presentó ante mí, en orden estricto, todo el personal palaciego. Jamás olvidaré el rostro feliz de mi mujer, las demostraciones de afecto de mis hijos, ni los gestos de cariño de mis súbditos. Después de cenar, mi esposa y yo nos retiramos a la alcoba para festejar el reencuentro en los precipicios del placer.
A la mañana siguiente después del baño y vestido con mi atuendo real se realizó el pase de mando y reasumí el trono. Me interioricé de los asuntos del reino, en particular quise actualizarme acerca de lo ocurridos durante mi ausencia. Mi primer decreto fue declarar un asueto de siete días, la organización de festivales y espectáculos musicales, deseaba celebrar con el debido fausto mi regreso al hogar. Los heraldos propalaron la noticia de mi peregrinación y feliz retorno. Millares de personas se agolparon alrededor del palacio para cantar mis pasadas hazañas y las nuevas. La paz y la prosperidad, mis dos emblemas, continuaban vigentes. Todo parecía indicar que había recuperado la alegría de antaño.
Me levantaba de buen humor y disfrutaba de volver a estar con los míos, pero, ay de mis noches, se volvieron terribles. El insomnio me había convertido primero en su tributario hasta someterme a la esclavitud. Asiul permanecía a mi lado en el lecho, desesperada ante mi angustia y las lágrimas enturbiaban la negrura de sus ojos. En varias oportunidades estuve a punto de confesarle mis faltas, pero me contuve. No quería repetir el error. ¿Qué es lo que no hizo ella para recuperar al amante que fui? “No mates tu alma”, me decía, idéntica frase que había escuchado de mi abuelo tantos años antes, cuando me ocultaba entre los conos de tela, enfrascado en feos pensamientos, triste, solitario y sin amigos. Las artistas del harén me fastidiaban. La música y el baile me provocaban malestar. Bufones, poetas y narradores de cuentos, tanto de la corte como los que traían de los confines del reino para alegrarme, agudizaban mi malhumor. Por más que se esmeraban los cocineros, no hallaban el plato que me devolviera el gusto por la comida; las diversas especias con que probaron sazonar las viandas para excitar mi apetito resultaron anodinas. Ningún somnífero lograba revertir mi agripnia. Fracasaron también las hierbas medicinales, las sustancias aromáticas, los masajes, en fin, todos los recursos que ensayaron los médicos y sanadores. El apetito venéreo se había convertido en un vago recuerdo, que ahora carecía de significación; eso era lo que más me afectaba porque, como se sabe, para un varón no existe algo de mayor trascendencia. En vano probaron una variedad de sustancias afrodisíacos, de aquellas que podían convertir a un anciano achacoso en un Sansón para las batallas del amor. Mi mal humor era proverbial, mi amargura intensa. Me derrumbaba en la aflicción. La ausencia del deseo en concubinato con el desinterés por lo mundano, convierten a la vida en un veneno letal. Para colmo, el gran Avicena había muerto y sus discípulos ocupaban cargos en la corte de los francos.
Había perdido por completo la paciencia y hasta las formas cordiales que caracterizaran mi trato con el semejante. Aquella manera comprensiva que en el pasado me había recompensado con el amor de los míos, estaba agotada. Aterrados ante mis veredictos contrarios a la justicia, tal como debía emanar de mi investidura, cada vez eran menos los que acudían al diván para dirimir sus pleitos. Aplicaba con indolencia la pena capital por delitos veniales con una crueldad para mí desconocida.
Realizaba grandes intentos por conciliar el sueño, pero ni bien lo lograba era víctima de espantosas pesadillas que me despertaban y ya no me dejaban volver a dormir. Al igual que el personaje del cuento «El soñante despierto», que me leyó uno de mis chambelanes durante una de las tantas vigilias de este período trágico, tampoco yo podía discernir el sueño de la realidad. Sabía yo, sin embargo, que la verdadera causa de mis padecimientos era el castigo, en todo merecido, por haber cometido faltas imperdonables ante los ojos de Alá, el Dispensador. Había mentido, profanado una tumba, robado las pertenencias de un difunto, además de las que me exige el voto de silencio, y, para más, había abandonado, insepulto, los restos de mi benefactor, a merced de la rapiña de las fieras, acciones todas impiadosas que no merecen el indulto divino.
Durante esa época me dediqué a meditar con empeño sobre lo sucedido. Me tomé varios meses en busca de alguna respuesta que me permitiera aliviar mis remordimientos. Descubrí que la razón me hacía trampa, pero me dejé engañar por los argumentos que yo mismo urdía, como cuando inventaba historias consistentes, ficciones que despertaban emociones en el semejante. Recorría en forma metódica los hechos que habían desencadenado mi desgraciada situación, minada por la culpa y el remordimiento. Intentaba reescribir mi historia mediante justificaciones, para evadirme de una realidad que me mortificaba. Repasaba mentalmente cada uno de los capítulos de mi biografía, los sometía a la exégesis y, a semejanza de los intérpretes de los textos sagrados, iluminaba la sombra con la luz de la palabra en forma retrospectiva. Reinterpreté mis conductas impulsivas como si hubieran sido actos de probada justicia. Ejemplo de ello fue aplicar un conocido proverbio para explicar la muerte de Omar, aquel derviche insolente que se rió de mí: “quien primero alaba y luego critica, miente dos veces”.
Además, recitaba el rosario con devoción. Siete veces por día pasaba las noventa y nueve cuentas que, como se sabe, cada una de ellas representa uno de los atributos de Alá. Y antes de acostarme me dedicaba a pronunciar el Nombre de Dios en forma repetida y constante, de acuerdo con los ejercicios del dhikr.
Esta amplia gama de recursos, que por un tiempo me parecieron eficaces, sólo lograron distraerme a medias. Pero, eso sí, al dedicarme de lleno a la oración, la idea de la finitud menguó, sin extinguirse del todo, pero dejó de ser el foco de mis pesares. En verdad llegué a aceptar con resignación que sólo el Inmortal es el amo absoluto de la vida. Cuando ya no esté en este mundo, recapacité, vendrá mi descendencia, que perpetuará mi nombre y mi semilla por toda la eternidad, además, estaré siempre presente en la memoria de mi pueblo.
Ahora que todo aparentaba haberse ordenado en mi interior, en esta situación en que me sentía seguro de haber avanzado gracias a la guía del Generoso, se me representó una idea que creí, confundido por el Maligno, iba a ser la solución definitiva para todas mis penurias. Si repusiera la tela, pensé, volvería a ser la persona que fui, orgullo de mis padres. Me apresuré entonces a recogerla y, apenas la tuve entre mis manos, sentí que la sonrisa reasumía el espacio hueco que había perdido mi rostro. Como algunos hilos del bordado se habían aflojado o cortado después de tantos años en contacto con la arena y la piedra, decidí aprovechar las noches vacías para repararlo. El reencuentro con las agujas me hizo revivir la experiencia gratificante de mi oficio, por lo cual decidí reemplazar el cortinado de las mil y una ventanas del palacio, por otras nuevas en las cuales bordaría el signo de Kalim. Ya habrá tiempo para devolver lo ajeno, pensaba.
Era necesario conseguir una tela similar a la del cristiano. Realicé un pequeño corte en la mortaja para muestra, que dividí en dos partes, y encomendé a Mehmed, mi visir, hacer un relevamiento en las tiendas de los diferentes zocos. Tuve la fortuna de hallar, entre los tantos retazos que me trajo, una muy bien lograda imitación importada de la costa de Malabar y encargué centenares de piezas de ese género que tardaron siete lunas en llegar. Recién entonces se le remitió al tintorero el otro trozo de tejido, para que este diera con el tono de verde que buscaba. Tuve que aguardar otros tres meses para poder comenzar con mi labor. Se había cumplido un año.
Trabajé con esmero durante otro año entero. La tristeza comenzó a disiparse. Al concluir la tarea recuperé el sueño tal como lo había mentado. ¡Me sentí curado! Corrí a buscar a mi mujer y a mis hijos para contarles la novedad. En principio pensaron que yo había empeorado, porque la excitación no me permitía hablar en forma clara y ordenada. Cuando por fin, ya serenado, logré explicarles lo que me ocurría, quedaron pasmados. Se miraban unos a otros, se pellizcaban el brazo izquierdo para cerciorarse estar despiertos. Asiul comenzó a gritar, a llorar, las lágrimas fluían como miel y se mezclaban con el kohol humedecido que corría difuminándose por la superficie de sus suaves mejillas. Los dos varones la sostenían cuando parecía desfallecer por la emoción. La abracé y la besé, acaricié su rostro para secarlo con mi pañuelo de seda. Recién entonces se acercaron Akbar y Kalim para besarme. “No hay más Dios que el Dios”, gritaron al unísono. Esa noche mi mujer me recibió en la alcoba. Fundidos en el abrazo, sólo nos separamos cuando el ruiseñor cantó por tercera vez.
Desperté reconfortado. Las azafatas, sobre todo las más nuevas, aquellas que sólo conocían de oídas mi pasada gloria, estaban sorprendidas al verme despertar de buen humor. Les gastaba bromas, cantaba impostando la voz imitando con gestos lo que el gallo le hace a las gallinas, les pellizcaba las nalgas mientras me bañaban, les acariciaba el cabello cuando me perfumaban o me vestían. Las más veteranas juntaban las manos para elevar plegarias a sus respectivos dioses, contentas de poder demostrarle a las otras que no era mentira lo que les habían contado acerca de mi magnificencia. Mi entrada en el diván también despertó el asombro, al observar mi expresión risueña después de tantos años. Es más, ya estaban redactadas las condenas a la espera de mi rúbrica, con el espacio en blanco para consignar los nombres de los sentenciados a muerte, de los que iban a ser amputados o el número de latigazos para los pocos que aguardaban mis veredictos. Ese día, todos fueron agraciados por un indulto.
A media mañana emití una proclama para que el pueblo, que tanto me apreciaba, supiera que el Benéfico me había redimido. En menos de una hora, frente el palacio mi gente estaba reunida para vivarme. Salí a saludar desde el balcón central, aquel que da a la plaza. Se vivía un clima de alegría que ponía en evidencia que mi recuperación significaba un hecho relevante para todos. Pero tenía reservado algo especial para la Luna Nueva, luego del banquete que se realizaría en el Salón de la Gloria, el mismo espacio donde se celebran las nupcias reales. Deseaba que estuvieran presentes los nobles de todas las provincias de mi reino. Se cursaron las invitaciones con la debida anticipación de acuerdo al cálculo de nuestro astrólogo.
Jalil, el mogrebí, era el único que no participaba del clima de regocijo generado por mi recuperación. Se lo veía triste, con la nariz alargada, pero como por sabio era prudente, mantenía silencio. Si bien le tenía un respeto profundo en consideración al servicio que prestó con sus certeras predicciones en épocas de mi querido suegro, razón que lo salvó de mi ira cuando erró en la consulta acerca de todo lo vinculado con Kalim, yo le guardaba un fuerte resentimiento. Pero no por eso dejaba de tenerle compasión, porque era viejo, muy pobre y achacoso: Jalil estaba acabado. Padecía del mal tan común entre los vaticinadores: jamás acertó en los pronósticos para sus propios asuntos. En el último tiempo nos resultaba imposible discernir qué de lo que decía correspondía a la chochera y qué a la erudición, opinión que compartía con Mehmed, quien le consultaba por lástima y en forma ocasional, para que tuviera al menos para el pan, por supuesto que sin aceptar sus consejos. En verdad, mi visir confiaba exclusivamente en el astrólogo, enemigo acérrimo del anciano. A esta altura, yo estaba desencantado de los agoreros. Recordé que Yusuf, en una de sus clases en el monasterio, nos había contado que los antiguos griegos sostenían que cuando dos videntes se cruzaban la mirada, hacían un enorme esfuerzo para contener la risa. Seducido mi visir por las halagüeñas palabras de Farid, único experto de la corte en escudriñar el cielo, que había relevado signos positivos en mi carta natal, al igual que yo mi visir cometió la imprudencia de despreciar la opinión del más sabio. En medio del ambiente de jolgorio, Mehmed se olvidó del viejo, pero yo le ordené que lo interpelara. A instancias del visir, Jalil se vio obligado a hablar, pero lo hizo en forma ambigua, a la manera de un oráculo. Dijo: “Dios no es el siervo de los astros: es el Amo”. Luego calló y solicitó permiso para retirarse. Nadie se tomó el trabajo de interpretar esas palabras que resultarían tan ciertas.
Por fin llegó la noche tan esperada. Desde antes del amanecer llegaban los invitados desde las cuatro esquinas de mis dominios. Nobles, grandes señores, responsables de la administración y conductores de hombres. Venían vestidos de gala, cada cual a la usanza de su tradición o de su rango, con regalos costosos, objetos dignos de maravilla.
A la salida de la primera estrella, cuando la Luna Nueva recién comenzaba a insinuarse, los invitados ya habían ingresado al Salón de la Gloria. Antes de iniciarse el banquete, me dispuse a presentar la sorpresa que les tenía preparada. Inspirado en la lectura de un libro de cuentos de China, yo mismo había ideado la ceremonia para la colocación del cortinado. Luego vendrían los espectáculos: bailarinas, músicos, prestidigitadores, bufones, encantadores de serpientes, faquires y domadores de fieras, que alternarían con narradores de historias. Yo participaría con un cuento escrito especialmente, una versión de mi propia historia con un final inesperado.
Mientras se izaban los paños, mis convidados pudieron admirar la belleza de la obra de mis manos, sorprendidos por el color verde de la luz filtrada por la tela que le daba un aspecto de ensueño al ambiente, como si estuviéramos en el interior de una esmeralda.
El aire se hallaba enrarecido por una mezcla de diversos aromas, de tan variado origen, que ahora coincidían en un mismo espacio. Por fortuna, corría una brisa suave que permitía renovarlo, que alivió por un momento a los esclavos encargados de los grandes abanicos. Pero una vez colocadas las cortinas hubo que cerrar las ventanas, debido a que las telas se sacudían y eran embolsadas como las velas de un navío al intensificarse la corriente a causa del viento que, según dicen, viene del África.
En el instante que la última cortina fue colgada, se oyó un ruido estremecedor. Las arañas comenzaron a oscilar como péndulos, las candelas encendidas se acercaban a las paredes y las llamas eran atraídas por la tela bordada; la cera derretida chorreaba y la gente gritaba desesperada. El edificio tembló y se balanceaba como si se hubiera desencadenado un terremoto. Se movía el piso, que crepitaba como si se quebraran los cimientos y arrancaba las mayólicas. Las largas mesas caían para desparramar los manjares que rodaban por el piso como en un buque en medio de la tempestad. La gente corría hacia la salida, pero las puertas estaban cerradas y no se podían abrir. Los guardias que las custodiaban tenían órdenes estrictas de mantenerlas atrancadas desde el exterior. El griterío, producto del terror, y sobre todo el sonido de los objetos que golpeaban al caer y se entrechocaban, hizo imposible que ellos pudieran escuchar mi contraorden. Cuando atiné a echarlas abajo, era demasiado tarde.
Resultaba evidente que el palacio se había desprendido de cuajo y que estábamos cobrando altura. Sí, el alcázar, con todos sus ocupantes, se elevó por los aires. Padecimos de fuertes mareos, malestar en el estómago y, además, se nos tapaban los oídos. Subimos y subimos cada vez más alto rodeados de nubes, hasta que comenzamos a descender en caída libre.
La pérdida de altura nos hizo experimentar nuevos sufrimientos, hasta que el movimiento cesó luego del impacto de la caída. Inmerso en una espesa neblina verdosa, el palacio se detuvo en tierra firme. Comenzamos a rezar en forma espontánea, cada uno en la posición acostumbrada; prosternados, de hinojos, con la parte superior de cabeza apoyada en el piso, nos encomendamos al auxilio de Alá, el dueño de nuestra salvación.
Cuando una suave brisa disipó las nubes y refrescó el ambiente que quedó impregnado de perfume, recién entonces pudimos apreciar que estábamos en una pradera verde de idéntica tonalidad que la tela de Kalim. Un tapizado de hierba pareja rodeaba el palacio por los cuatro costados. Desde la torre más alta no se podía precisar el confín. Hasta el cielo era verde, ralo, sin signo alguno que nos permitiera orientarnos para regresar. Ninguna señal divina, ni siquiera se veía el sol, aunque la claridad era intensa. Estábamos perdidos.
Farid, quien se había formado entre los infieles, aseveraba que habíamos arribado al Reino de los Cielos. Como defensor de la Fe, me vi obligado a recusarlo y a amonestarlo con severidad. Pero él insistía, de seguro poseído por el Cheitán, el enemigo. Estaba fuera de sí. Fluía espuma de su boca; los ojos desorbitados. Se reía mientras blasfemaba y se burlaba de mí: aseguraba que Kalim es ahora el califa en mi reino terrenal.

(*) Editor Jefe Categoría Literatura Clave China Noticias

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