La Gota

Por José Ezequiel Kameniecki (*)

Aquella noche me dormí mientras leía un libro sobre China, país que iba a conocer dentro de pocos meses. Soñé que me hallaba frente a la montaña Tianmen, al pie de Tianti, “La escalera al Cielo”, de 999 escalones. La cima quedaba oculta por blancos vellones de humo, que formaban círculos cuyo contorno se desdibujaba sobre la gama decreciente del azul. ascender.
Tuve que quitarme las botas para liberarme del molesto pedregullo que me oprimía los dedos. Apenas apoyé los pies desnudos, sentí que la tierra estaba húmeda, cosa que me sorprendió, porque hacía varios días que buscaba una fuente donde calmar mi sed en aquella región donde no llovía desde el invierno pasado. Entonces levanté la vista y descubrí un fino goteo que venía silencioso desde arriba. Quise descubrir el origen de la gota.
Comencé a subir, en un principio por decisión propia; luego me dejé llevar por un impulso que no me permitía discernir el sentido de mis actos. Subía, pero al no encontrar la fuente, lo hacía sin preocuparme adonde me llevaba el sendero rocoso.
Para que el vértigo no precipitara mi regreso, evitaba mirar hacia abajo, más aún cuando estimaba haber cubierto ya el primer tercio del recorrido.
Hacía calor; era como si los rayos de sol se hubieran puesto de acuerdo para incidir al unísono en el blanco de mi espalda; la sed y el cansancio me acosaban. Busqué algún sitio donde resguardarme. Pocos pasos hacia arriba encontré un sector de roca bañado por delgadas franjas de sombra. Me senté sobre la piedra que estaba fría; recién entonces logré recuperar la facultad del pensamiento.
Ahora estaba frente a un dilema que debía resolver antes de que me sorprendiera la noche, porque no me atrevía a descender a ciegas. Regresar, sin duda hubiera sido lo más prudente, pero no me resignaba a desertar sin antes descubrir el origen de la gota. Mientras me debatía entre una y otra alternativa, se me cerraron los ojos. Y dormí, no sé cuánto tiempo, hasta que el murmullo del intermitente goteo llegó a mis oídos como una caricia seductora e interrumpió mi sueño, instándome a seguir como si yo fuera un instrumento del destino.
A la hora en que el sol destilaba de rojo los bordes de la montaña fui testigo de un curioso fenómeno. El flujo de agua se volvió más lento y las cristalinas gotas se oscurecieron hasta adquirir un tono terroso. Pero apenas me incorporé, atraído por el nuevo estado, la vertiente recuperó su antigua transparencia, mutación que se iba a repetir cada vez que me invadía la desesperación por no encontrar la fuente.
Había escalado muy alto y, sin embargo, el origen de la gota aún no se dejaba ver. Impelido por aquella fuerza ciega olvidaba, por momentos, hallarme en un paraje habitado por fieras e insectos venenosos. Una enorme telaraña se interpuso en mi camino impidiéndome seguir el rastro líquido, en cuyo centro descansaba la negra y velluda tejedora atenta a las vibraciones. La repulsión y el asco se manifestaron como escalofríos que recorrieron cada ínfima región de mi piel impulsándome a escapar. Me esforcé por serenarme y con una piedra descargué repetidos golpes sobre el cuerpo de la araña hasta matarla. De sus oscuras entrañas brotó un viscoso líquido sanguinolento que, al diluirse, se confundió en el torrente de gotas cristalinas.
Detrás de la tela el paisaje era diferente. Arbustos espinosos y cardos de filosas púas me indicaban que el origen de la gota todavía estaba lejos. El sol dibujó un arco iris hacia el oriente. Los rayos que herían a las constantes gotas trazaron pequeñas ventanas en la superficie convexa y en cada una me veía reflejado. Entonces pude observarme. ¿Me había transformado en cardo? ¿Acaso no era la evidencia una piel de reptil cubierta de púas, desgastada por el viento y las piedras? El azar, padre de las voluntades y también del miedo, me empujó a seguir.
Cada etapa era un nuevo desafío. Cada avance y cada retroceso estaban orientados por mis emociones. Así, pude vencer cada uno de los obstáculos que se fueron interponiendo en el camino y seguir mis sucesivas metamorfosis en el reflejo de una gota.
Fui ave, viento, nube. La transmutación de mi cuerpo no se robó mis recuerdos. Ni siquiera cuando a causa de la intensidad de mis vivencias dejaba de subir y de estar consciente del motivo de mi ascenso.
Un halo de bruma rodeaba la cima, pero no alcanzaba a cubrir del todo su contorno. Me pareció distinguir en lo más alto una figura humana y, a medida que me acercaba, pude verificar que era una persona anciana. Vestía una túnica blanca que el viento hacía flamear y calzaba sandalias de cuero con cordones que se ajustaban a la pantorrilla. Advertido de mi presencia, me observaba con expresión severa. De sus manos surgían gotas de agua.
Intenté alcanzar la cima, pero él me lo impedía; me empujaba con fuerza desde su privilegiada posición para despeñarme. Con una mano logré sujetarme de la rama de un arbusto y, con la otra, libre, le tomé de una pierna y, no sin esfuerzo, logré derribar al viejo. Mientras se precipitaba al vacío, emitió un sonido desgarrador que retumbó como un eco. Le siguió una lluvia de piedras, un alud que me hizo trastabillar y llevó consigo rocas que se estrellaron en forma brutal contra el fondo del abismo. Una vez que volvió la calma logré ganar la altura.
Pero había envejecido y vestía idéntico ropaje que el anciano. De mis dedos comenzaron a fluir gotas. Un siniestro chillido escapó de mi garganta que me negué a reconocer como propio. Y de mi cuerpo surgieron hilos que me sostenían y me manejaban.
Hasta que un pájaro los cortó con su pico de tijera.

(*) Psicólogo, escritor, periodista y editor.

 

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