Los cafés de Shanghái y una leve perplejidad
Por Ángela Pradelli (*)
A fines de agosto de 2016, una semana antes de viajar por primera vez a Shanghái, caminé desde mi casa las diez cuadras hasta el Bar-Trote, en la pequeña ciudad de Adrogué, donde suelo ir a escribir, a leer y a encontrarme con amigos queridos. El café que sirven allí es muy bueno, y preparan algunos dulces exquisitos. El bar está rodeado de un parque y, sobre todo durante la primavera y el verano, las plantas florecen con tanto ímpetu que el brillo intenso de los verdes parece dar una luz continua al lugar. Adoro las hortensias y jazmines de ese pequeño parque, pero mis preferidas son las glicinas, esas plantas trepadoras que tienen ramas delgadas y muy flexibles y cuyas flores se vuelcan sobre nosotros en racimo mientras tomamos café. Ese día fui hasta el Bar-Trote a manera de despedida.
El viaje a Shanghái era un gran sueño para mí. Invitada por la Shanghai Writer´s Association pasaría dos meses en China escribiendo mi novela La respiración violenta del mundo, que al regresar debía entregar a la editorial para su publicación.
Confieso que en mi imaginario, China era el país de los tés exquisitos, así que llegué a Shanghái dispuesta a entregarme a las infusiones de hebras y a que me explotaran en el paladar los sabores desconocidos. Los primeros días recorrí la ciudad y entré a las tiendas de té para conocer las variedades, fui comprando distintos sabores para probarlos. Mi querida directora de beca, Hu Peihua me hizo conocer el té blanco y quedé encantada. Pero al cabo de unos pocos días, mientras caminaba por la Nanjing Road, descubrí varios lugares para tomar café, algunos muy concurridos. No eran los típicos negocios en cadena, que también había. Eran las muchas tiendas de Shanghái, en las que, esto fui descubriéndolo de a poco, sirven un café tan bueno como los que se pueden tomar en muchas ciudades del mundo. ¿Estaban sólo sobre la Nanjing Road, esa arteria tan importante de la ciudad? Claro que no, sólo era cuestión de caminar y descubrirlos.
Algo difícil de explicar me sucedía en los cafés shanghaineses. Trataré de hacerme entender. Tal vez alguno de ustedes haya tenido alguna experiencia parecida. Como sabemos, Argentina se encuentra en América del Sur, un continente tan alejado del asiático, más de 17.000 km de distancia. Sin embargo, cada vez que entraba a un café en Shanghái, solía experimentar una rara pero hermosa confusión de planos. A veces me pasaba ni bien ingresaba al lugar, otras, mientras esperaba que la camarera viniera a mi mesa por el pedido, pero la mayoría de las veces, mientras estaba tomando mi café. Por unos segundos, me sentía tomada por una incertidumbre, aunque parecía que en ella estaba la misma eternidad. En esos instantes mi cuerpo atravesaba por una vacilación algo perturbadora: ¿En qué continente estaba, en Asia o en Latinoamérica? Cuando digo cuerpo, digo también mente, y corazón. Los tres titubeaban, ¿estaba tomando café sentada a una mesa en Argentina o en China? No era una cuestión de falta de memoria. Tal vez era ese instante en que me envolvía el aroma intenso de los granos de café, su sabor único y reconocible entre muchos otros. Quizás se debía a alguna luz que traspasaba las ventanas del café chino y empujaba con la misma fuerza que la luz continua del pequeño parque del Bar-Trote. No podría decirlo con exactitud, sólo sé que atravesaba ese adorable desasosiego en el que dos planos tan distantes uno del otro se funden en un mismo punto y yo estaba ahí para disfrutarlo aun cuando no entendía bien lo que estaba sucediendo, ni por qué, ni cómo. ¿Era tal vez un Aleph que el escritor argentino Jorge Luis Borges describe en uno de sus cuentos? ¿Los numerosos “multum in parvo” habitan secretamente en los cafés de Shanghai y me ofrecían su espacio visionario y generoso?
Con el tiempo fui construyendo la idea de que los cafés de Shanghai me traen suerte. No quisiera que se entendiera como una superstición, aunque no tengo nada contra ellas, y creo en algunas porque me parecen pequeñas fuentes en las que los pueblos depositan la fe como uno de los bienes más preciados. Pero cuando afirmo que los cafés de Shanghai me traen suerte lo hago apoyada en el hecho de que siempre algo bueno me sucedía mientras estaba allí tomando café o al momento de dejarlos. Algo concreto, casi tangible, podríamos decir.
Estaba tomando un café cerca del puerto cuando me llegó al celular un mensaje de Milena Galipolli, una joven artista plástica argentina que también es crítica de arte a quien quiero y admiro y con quien he tenido siempre hermosas conversaciones. Hacía varios años que no la veía a pesar de que su casa está a unos 15 minutos de la mía. “¡Angie, estás en Shanghai!, me escribió Milena. ¡Yo también!, ¡Podríamos vernos y tomar un café!”. Me contó que participaba de un congreso de arte en el que daría una conferencia sobre la relación del arte y la copia y que indagaba sobre si la imitación de una obra era arte también. Esa misma tarde pasé a buscarla por su hotel, que como en la Argentina, estaba a 15 minutos de mi departamento. Fue un momento muy feliz para las dos caminar por la orilla del río y luego conversar mientras tomábamos café.
Una mañana salí a buscar por Shanghai lo que más deseaba: encontrar a los masajistas ciegos cuya recomendación había leído en una guía española pero no había ninguna referencia de la ubicación. Aun así, tenía la intuición de que iba a encontrarlos. Pregunté en varias farmacias de medicina china y también a personas con las que me cruzaba en la calle pero nadie los conocía. Le mandé un mensaje a mi querida Peihua, que siempre nos ayudaba a resolver los problemas pero ella lamentó decirme que tampoco los conocía. Después de caminar varias horas, ya sin energía, me senté en un café. Confieso que la fe con la que había encarado la búsqueda estaba ya desvanecida. Pedí el café más grande. Recuperé fuerzas. Pagué y cuando salí, cruce una avenida ancha y ahí estaba uno de los masajistas ciegos parado frente a un local, como si estuviera esperándome, como si hubiese sabido que yo iba a perderme por las calles de Shanghai buscándolo, iba a tomar un café para recuperarme y finalmente dar en sus manos sanadoras.
Antes de regresar a la Argentina, fui al Fuxing Park a despedirme de Wenye Pu, el maestro de di shu, de quien admiro su arte de la escritura efímera. A la vuelta, en el camino a Xiantiandi, vi, en la vereda de una casa de antigüedades, un marco de madera oscura apoyado sobre caballetes. Era un marco grande, tal vez fuera el respaldar de una cama. Me detuve a contemplarlos, estuve allí, concentrada en la escena durante casi media hora. Después, seguí caminando hasta el café más cercano pero no registré la dirección. Mientras tomaba café y comía un dulce, escribí un poema que publiqué luego en mi libro de poesía La poética de la seda y que está dedicado a las entrañables Wang Angy y a Hu Peihua, de la Shanghai Writer´s Association.
Una mujer y un hombre
reparan el tejido de esterilla del interior del marco;
sus manos se mueven rápido entretejiendo
los hilos entre los dedos;
algunas hebras largas cuelgan hasta al piso.
La mujer y el hombre entrelazan las cintas,
restauran la red. Sobre el cañamazo
hay también un par de tiras móviles de bambú
que la mujer y el hombre usan para orientarse.
Son más claras que la esterilla
y se distinguen sobre el cañamazo.
Mientras reparan, ellos construyen a la vez un tejido
nuevo, firme, en el que todos los lazos
forman una misma malla,
una trama tan fuerte como para sostener un mundo.
El título del libro que estoy escribiendo ahora es El corazón perdido de las cosas/ Infancia durante la Shoah. Tomo testimonios de personas que nacieron o pasaron sus infancias durante la Segunda Guerra Mundial bajo el régimen nazi, y tuvieron que ser escondidas o entregadas a otras familias para salvarse de las garras del nazismo que querían exterminarlas. En algunos casos, sus familias murieron en campos de exterminio o fueron enviadas a las cámaras de gas. Hace un tiempo, mientras yo tomaba café en el Bar-Trote me escribió la querida Nadia Hutnik, que vive en Pekín y pasaba unos días de descanso en Shanghai. He hablado con ella muchas veces sobre las historias de las personas que me dieron sus testimonios. A decir verdad, este libro le deberá siempre su existencia a ella, que fue una impulsora amorosa. Ella sabe también de mi amor por China y mi deseo intenso de volver. Como yo en ese momento, Nadia estaba en un café. Uno que está en la calle Nanchang road building 254, number 4, al que conozco porque también yo he tomado café en ese lugar. Me contó que había estado en el Museo de Refugiados Judíos y me mandó una foto.
Todavía hoy no me perdono no haber estado ahí durante mi estadía en Shanghai. Claro que no estaba escribiendo este libro entonces, pero todavía hoy me pregunto cómo no fui a ese museo durante los meses que viví en Shanghai. “Tal vez haya estado cerrado en ese momento”, me repite Nadia todas las veces que le digo que estoy mortificada por desconocer la existencia de Memorial.
Ahora sueño con volver a China para acompañar la publicación de mi novela La respiración violenta del mundo, que saldrá en unos días por People´s Literature Publishing House. Sueño también con recorrer el Museo, conversar con los descendientes de aquellas familias judías refugiadas en Shanghai. ¿Vivirán aun las personas que fueron niños en aquellos años? ¿Querrán darme sus testimonios? Pienso cada día en esto y me hago las mismas preguntas una y otra vez.
Hoy la mañana está fría, sólo 2 grados de temperatura a pesar de que todavía no hemos llegado al final del otoño y falta más de un mes para que comience el invierno. Al mediodía camino hasta el Bar-Trote y me siento en una de las mesas. El sol del mediodía me calienta las manos y el rostro. Miro la hermosa vegetación que me rodea. Entonces tengo uno de esos instantes de fluctuación en que dos escenarios diferentes atraviesan mi cuerpo con una vibración idéntica. ¿Estoy en la Argentina o en China? Una leve brisa mueve las hojas de los árboles. Qué raro que aun en otoño la glicina tenga flores y caigan en copones suaves desde la pérgola. ¿Es Adrogué o el Fuxing Park? Quisiera que esta perplejidad fuera una señal, que este breve temblor pronto me lleve de vuelta a China, quiero volver a tomar café y escribir en las tiendas de Shanghai, y que algunos de aquellos niños refugiados habiten también en El corazón perdido de las cosas.
(*) Escritora y profesora en Letras argentina. Ha recibido distintos premios, entre ellos: Premio a la Mejor Novela publicada en español en 2018, China, People´s Literature Press, Premio al Mejor Libro de Educación Fundación El Libro de Buenos Aires 2010/2011, Premio de Ensayo Ciudad de Buenos Aires, Premio de Novela Ciudad de Buenos Aires 2003 y 2008, Premio Internacional Clarín de Novela 2004 y Premio Emecé 2002.
Esta nota ganó el Primer Premio en el concurso 6th Shanghai Get-Together Writing Contest, de Shanghai, China.
Fotos: @martinabertolinifotografia
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